Excursión a la Casona de Flores

(a propósito del Encuentro de prácticas educativas)
 I-

La curiosidad mata al toga, dicen, y en este caso me arrojó ciegamente (impulsiva y torpemente) hacia aquello que se anunciaba bajo el incierto  título de “Encuentro sobre Prácticas Educativas”. “Encuentro”, evidentemente, no calificaba ni para “Congreso”, ni siquiera para “Jornadas”. (pero, además, ¿cómo ponerle, con cándida candidez, “Encuentro” cuando este apelativo se vincula inexorablemente a uno de los modos dominantes de cultura en la actualidad; uno de los modos, digamos, hegemónicos; entendiendo por este término aquel que quiere someter a otros con sus palabras y razones? No bifurquemos…). Encuentro sobre Prácticas educativas”, convengamos, no sonaba interesante, pero la invitación venía acompañada de dos elementos francamente tentadores: el lugar, “La casona de Flores” y un repertorio de sugerentes “ponencias”.


Primero el primero. Una casona en una zona de ex casonas. Una casona que retiene con fuerzas aquel Flores-pueblo, aquellas afueras mucho más afuera que el arrabal borgeano. El arrabal era la periferia, allí donde comenzaba a terminarse la ciudad, donde dominaban las calles de tierra y los compadritos.  Flores no era el arrabal, sino las "quintas". Con sus casonas. Y la citación era, así decía la invitación, en una Casona de Flores  (Dejamos sin abordar aquello que constituye el punto fundamental de todo esto: su singularidad geo-social. Situada en el centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires, el complejo entramado multiétnico y policlasista que se configura en el cruce de diversas comunidades —bolivianas, paraguayas, peruanas, coreana del sur, pasando por diversos ramas de judíos ortodoxos—; en el pliegue entre la villa más nutrida y compleja de la ciudad y los talleres de costura clandestinos, atravesando las más variadas dinámicas de oferta sexual que pueblan sus calles, Flores es nítida expresión de la complejidad de las metrópolis contemporáneas).

Las “ponencias”, en cambio, eran escritos breves, de sólo algunos párrafos, donde distintas experiencias educativas contaban “algo” de sí mismas, del tipo de mundo más o menos novedoso que transitan. Y eran experiencias inquietantes. No porque a mí me inquietasen personalmente, más bien notaba cómo cada uno de estos escritos ensayaba, a su modo, una estocada al orden constituido. Una escuela de oficios amotinada contra el trabajo; una escuela primaria que, asumiendo un “no saber” como piso, ensaya diluirse en la comunidad a partir de componer un indescifrable entre lo público y lo privado (un entre que es absolutamente otra cosa); un grupo pedagógico que dice que no hay nada que enseñar, ni nada que planificar, ni nadie a quien guiar… solo estar disponible; otra escuela que asume como obligación transformar sus reglas internas para que algo del orden de lo educativo tenga lugar. Y otra que asume la interculturalidad como eje de cualquier dinámica pedagógica. Otro grupo de gente  (última experiencia que nombro y quedan algunas afuera) que educa a sus hijos de modo inmanente a sus propias vidas. Como una continuidad material  concreta de sus vidas.

Un tercer elemento convocante, por decirlo de alguna manera, era un texto que había hallado en Internet (http://www.casonadeflores.blogspot.com/) sobre la Casona de Flores como excusa perfecta para hacer algo, para juntarse, para desplegar “modos de vida en común”. La verdad, la excusa, como proyecto, me sonaba algo vago. Y el texto —para los que todavía creemos en la distinción entre la poesía y la política— muy complejo de asimilar.

Casona y ponencias. ¿Cuánto era promesa y cuánto realidad?


La Casona, deteriorada, emergía imponente al fondo de una entrada prolongada y poco cuidada. Casona que supo ser casco de chacra de algún oligarca menor; por donación, luego, se vuelve orfanato durante largo tiempo; quebrado y prestado al Estado, más tarde, pasa sus últimos años deshaciéndose. Mas hoy se halla en nuevas manos. La biblioteca y el escritorio del Presidente Manuel Quintana, un sótano con sus (hipotéticos) túneles que recorren el subsuelo del barrio, sus patios y amplios salones, su living otrora señorial, dotan a este caserón de una naturaleza singularmente atractiva.

Las ponencias, por su lado, no podían ellas, ya, defraudar: todo dependía de un indefinido nosotros. Todo pendía de un hilo.

II-

Llegué temprano. La invitación invitaba a “colaborar”: llevar sillas, cebar mate, acondicionar el lugar. No hice nada de eso; más bien, me dediqué con método a tratar de acomodar mi cuerpo en un territorio que, si no me era hostil, tampoco me era familiar. Luego de recorrer los salones y los patios de planta baja, de revisar los libros y las revista a la venta, de manotear cuanta folletería se cruzara por mi vista, de comprarle un café a una señora que parecía salida de una película de Ettore Scola, me dispuse a sentarme en la sala –ese antiguo living, grande y maltrecho– en donde se iba a llevar a cabo el evento.Tan sólo segundos más tarde ya estaba lleno de gente. 

Gente bastante distinta la una a la otra, algo poco usual en este tipo de encuentros en donde o son todos universitarios, o son todos bancarios, o son todos hinchas de San Lorenzo… Distintas en edades, en sexos, en razas, en lenguajes, en clases sociales, en vestimentas, en gestos, en gustos. Lo distinto (excepto algún episodio aislado en donde un muchachón algo torpe, que calzaba una remera del General y que luego escuché que era de “La Cámpora” fue callado, justamente, porque algo de la diferencia parecía molestarle y molestó —¿pura casualidad o habla esto, precisamente, de un modo de militancia bastante extendido en esta vuelta de la política, de un tipo de militante, de un modo del estado?­— Al margen, como dice el Japonés Vera, qué tipo de minimalismo o de absurdo homenaje es ponerse el apellido Cámpora como bandera de organización revolucionaria. ¿Cámpora no fue, efectivamente, el verdadero “chirolita”? ¿Aquel al que pusieron como doble sustituto? ¿Al que rajaron  al toque con aquello de que le prestaban el gobierno pero no le daban el poder? ¿Aquel que por indiscutible lealtad se fue sin decir “está balcón es mío”, dejando su lugar a López Rega y a la Triple A? ¡Un héroe este dentista! ¡Un superhombre tímido y fugaz! ¿Cómo es que una impotente obediencia se vuelve bandera de una juventú que busca con obstinación alguien a quien obedecer?)

Una vez todos sentados en muchas sillas distintas, en rondas (unas adentro de las otras), un muchacho de rulos desbordados explicó con cuidada pedagogía la dinámica de trabajo de esa tarde; una dinámica, quizá, demasiado compleja, tanto que todos asentimos sin saber muy bien qué hacer.

Silencio.

Silencio.

Lo rompió otro muchacho que sentado en actitud de empleado estatal hizo referencia a las ponencias y a cómo éstas presentaban distintas experiencias “alternativas” que bien haríamos en analizar. Pero casi no pudo terminar porque una señora de pelo gris claro le espetó: “¿Alternativas a qué?” “¿Cómo a qué?”, le contestaron, “al Estado. O al sistema”. O al logofalocentrísmo, si prefiere pensarlo así. “Pero, ¿somos “alternativas” a eso o somos otra cosa”, interrogó alguien con astucia. “Son experiencias de lo nuevo en relación a una dinámica escolar agotada y anacrónica”, confirmó una chica mientras succionaba una bombilla de plástico. “Pero, ¿hace falta hablar en términos de lo nuevo y de lo viejo? ¿Cuánto hace que “lo alternativo” existe y es un elemento constitutivo del estable orden de las cosas?”, replicó una, a la que otra le respondió que lo que había que pensar era realmente qué es lo que una escuela puede. “Basta de hablar de las escuelas”, se escuchó desde el fondo. “Y de qué querés que hablemos en un Encuentro de Prácticas educativas”, le contrapusieron a coro varias personas del corazón de la ronda…

Así, las voces se fueron intercalando por más de tres horas, trazando un tejido complejo que si bien no parecía echar mucha luz sobre el tópico convocante, sí expresaba una fuerza, una intensidad, una escucha atenta, un deseo —llamativo y prometedor— de estar juntos.

Y en ese punto me pareció vislumbrar algo interesante, una suerte de punto de convergencia entre lo que evidenciaban las ponencias y lo que expresaba la propia convocatoria de la Casona: curiosamente, ambas se presentaban como experiencias de producción de reglas. O, dicho de otro modo, ambas asumían que para que algo exista, más fundamental que oponerse o derribar lo (supuestamente) existente, es inventar las reglas (los modos posibles) de su existencia. Uno de los chicos que hablaron decía: “Yo no puedo dar por descontado el vínculo. No puedo creer que yo, por el mero hecho de ser “docente”, tenga legitimidad, tenga autoridad, tenga saber. Tampoco que estar en un colegio signifique (para ellos, para mí, para los directivos) demasiado. Quiero decir: cada día hay que pensar/pactar las reglas que constituyen los vínculos personales, las reglas que gobiernan los territorio y los tiempos, las reglas que posibilitan que algo exista como común”. Ups.

La Casona, del mismo modo, se proclama como una institución postestatal (sic del texto arriba mencionado), es decir, aclara “un espacio de experimentación política (de experimentación de modos de vida) cuyo potencial de existencia depende de su capacidad para producir sus propias reglas, sus propios códigos, sus propios órdenes de vínculos, sus propios tiempos y dinámicas”.  

Debo reconocer, ahora que lo pienso en frío, que no parece un mal plan. Una suerte de autonomía vital. De democracia inmanente (y de democratización permanente). Sin embargo, tengo la sospecha de que una dinámica así sólo puede existir a costa de no simplificar nunca la trama, a costa de una resistencia activa ante el cliché, a costa de nunca caer en la trampa del éxito y el modelo. A costa de no ser nunca "autonomistas".  

Pero, ¿es posible inventar las propias reglas de existencia sin volverse gueto, un espacio cerrado sobre sí mismo (¿qué es la muerte sino el cierre sobre sí mismo?)? ¿Cuál es el modo en que la invención de las propias reglas debilita las reglas hegemónicas? ¿O es que no hay reglas hegemónicas? ¿O es que hay que actuar por sustracción, por defección, por recombinación? (¿No es un riesgo del éxodo volver sin que lo llamen?). Es decir: ¿cómo vincularse con el Estado y con el Mercado? ¿Desconocerlos? ¿Reconocerlos? ¿Implosionarlos? ¿Atacarlos por las espaldas? ¿Dejarse seducir?

— Otro cortadito —le pido a la señora (que, confirmo, escapó de Romanzo di un giovane povero), mientras comienzo a enfilar para la calle: los enigmas abiertos y la noche cálida me convencen de volver caminando a casa.

Horacio Tintorelli (por Carta Abierta)