Alfa y Omega de nuestra Economía Nacional

Por Diego Picotto


“Es como hablar con un vegetariano: no quiere escuchar nada”.

Hugo Savino

“En economía no hay nada misterioso ni inaccesible al entendimiento del hombre de la calle. Si hay un misterio, reside él en el oculto propósito que puede perseguir el economista y que no es otro que la disimulación del interés concreto a que se sirve”.

Arturo Jauretche
El yopin

Cuerpos que danzan al ritmo frenético de la Marca. Del deseo de comprar. De la pulsión a adquirir. Del poder de poseer. La rubia y la morocha (foco en las tetas-marca); el flaco facha de gorrita marca; un negro cool, negro afro (negro inofensivo), pura marca puma; un culo marca que, distendido, se mece por los lubricados pasillos del yopin. Otro flaco de gorrita marca; otras dos minitas, una con Vaio, la otra con Starbucks de litro y medio.[1] Marca. Cuerpos de andar decidido, hipnotizados en/por el templo del consumo. Las imágenes se suceden: carteles, vidrieras, logos, bolsas (marcas y más marcas). Precisamente, tras unas bolsas Levi’s, la cámara hace foco: es el personaje principal de ésta, nuestra historia; un fulano del que una de las webs más destacadas del vernáculo mundo de la publicidad dice: “es un rebelde dispuesto a hacerle frente, con sus ideales, a un mundo plagado de marcas” (otra, par, en cambio, lo ve como “un gordito pensador que se nos planta con un mensaje de conciencia y reflexión”).


La cámara inquieta, decíamos, se acerca a nuestro héroe (rebelde, idealista, provocador, pensador, justo) hasta detenerse en un plano medio corto. Fondo difuminado. Rostro/voz/gestos que transmiten cierta angustia reflexiva que se modela en tres preguntas, dos silencios y diez segundos: 

-         ¿Qué nos pasó, man? ¿Todo es una marca en nuestra vida? ¿No puedo ser una hoja en blanco?

Cambio de plano –ahora sí: medium shot neto, nuestro amigo hasta los codos, el entorno más visible–, nuevo silencio acompañado de gesto expectante y remate:

-         Para pensar, ¿no?

Victorioso, gira ahora nuestro héroe-filósofo y clávanos mordaz puñal: porta campera Adidas con miles y coloridas lucecitas en su espalda. Un artero traidor. Un cínico.

Llegado este punto, la enunciación se despersonaliza: letras de molde se imprimen, rápidas y resueltas, sobre la pantalla. 

-         Saquémonos la careta —dicen—. Las marcas importan. Y están todas en Alto Avellaneda.

Knockout.

Bien. Pero más allá de la narración y, aun, de las imágenes, ¿a quién interpela este tan contundente como fragmentario pensamiento colectivo? ¿Hacia quién se dirige la intimación –la apurada– a sacarse la careta? ¿A qué bando pertenecía ese primer desertor, traidor, la voz del éxodo, nuestro gordito?[2]

Los enunciados –tan breves como eficaces– se presentan bajo lo que suele denominarse forma polémica; construyen un adversario y a su destrucción apuntan los cañones. Pero, ¿con quién se polemiza aquí?

No parecen apuntar hacia los críticos más consecuentes de la sociedad de consumo y del espectáculo. No parecen ir contra debordianos tardíos ni contra adornistas acérrimos. No parecen estar dirigidos, tampoco, a desestabilizar a cierto neoanarquismo animador de radios y webs alternativas, huertas orgánicas y ferias de libros independientes. Pero, entonces, ¿con quién discute Alto Avellaneda? ¿A quiénes exhorta a sacarse la careta?

Avizoramos, en el horizonte, un enemigo posible; un enemigo no obvio, no evidente. Un adversario de asimétrica envergadura, pero de singular presencia en la política nacional. Vamos a llamar a este hostil antagonista, por arbitraria comodidad, “La Cámpora”,[3] aunque intuyamos que no es esta organización de cuadros el real contendiente.

Más puntualmente: no es exactamente La Campora, pero quizá sí sea cierto imaginario que ésta proclama representar: un joven politizado (y no posmo como en los ’90) que apuesta a un Estado presente (y no al que se tomó el palo luego de las privatizaciones y la definitiva irrupción de las multinacionales en la cotidianidad patria); que encuentra en Cristina su líder, en Néstor su reciente divinidad, en Carlotto y Moyano sus aliados, en Sandra Russo y Orlando Barone sus comisarios ideológicos, en Víctor Hugo la palabra justa, en Forster y Feinmman los intelectuales imprescindibles, en Jauretche, Scalabrini, Puigróss y Galasso su Panteón de Ilustres, y en el matrimonio gay, la Memoria, Encuentro y Paka-Paka sus históricas banderas. Y en Clarín, sin pestañear, su irreconciliable enemigo. Es a este joven (no imaginario, sino carnal) que La Cámpora (pura ficción) cree conducir (así como otrora hacían y creían la JP y la EME).

En suma, no es a La Cámpora a quién las letras de molde intiman sino, más bien, a cierto clima de época, a una trama político-subjetiva en constitución que se organiza, no tanto partir de un cuestionamiento al consumo (lo que constituye, obviamente, el corazón lumínico del aviso), pero sí presentándose a la mirada del hombre común emperifollada en ciertos aires pro-Estado, incluso “anti-mercado” (sin llegar a ser anti-marca). Una juventud ya no dispuesta a dejarse seducir fácilmente por las luces del yopin, por periplos baratos alrededor del globo, por los mundos ficcionales de la publicidad. O lo está, pero no tanto.[4]

Con todo, no estamos en los ’90 y eso es una certeza. Hubo una repolitización social luego de más de una década de ausencia de la política. De ausencia del Estado. De poca militancia. Ya no. Todo cambió, como dicen los mexicanos Camila (“cuando te vi/de blanco y negro al color me convertí”). Impossible is Nothing.

La feria

Luego de haber tenido la oportunidad de ver “Haceme feriante”, el notable documental sobre la Feria La Salada guionado y dirigido por Julián D’Angiolillo, nos preguntamos cuál es su punto de seducción: si la apuesta “experimental” a la proliferación de imágenes que suplen todo testimonio, toda voz que explique, narre, describa, argumente –un verdadero ensayo acerca de la expresividad de las imágenes y su disposición sobre el territorio fílmico– o el objeto mismo de la problematización: La Salada como máxima expresión del capitalismo informal (la economía del subsuelo, el trabajo no regulado, el taller clandestino, la feria auto-organizada). La Salada como imagen ultra-expresiva del entramado que constituye hoy lo social. Territorio Ch’ixi.[5] Una de las principales novedades (o, incluso, la principal) del capitalismo realmente existente, al menos en su declinación local, regional.

En suma, el problema de la economía informal (es decir, no controlada ni regulada por el Estado), del trabajo (artesanal, precario, clandestino) y de la producción en los márgenes de la normalización, del país en serio). Es la feria como espacio de auto-organización popular (luego de tantas crisis, de tantos bollos).[6] Es la producción de una economía y de un modo de vida (no sólo de subsistencia). Es también, el reino de lo trucho, de lo ilegal, de la proliferación histérica e indomable de productos clones, de productos dobles, de productos robados, contrabandeados. De productos, sobre todo, baratos (o más baratos que, en un mundo en el que un par de zapatillas cuesta medio sueldo básico de un cristiano que labura diez horas).

¿Por qué no citar aquí –en lugar de tanto rodeo que sólo oscurece— al compañero Mario Antonio quién, con su reconocida lucidez, destaca aquello que podemos denominar la Paradoja Central del Capitalismo Salvaje del Último Mundo):

“Algo que no cierra: mientras más modernos se vuelven los sistemas productivos y la gestión de los mercados, más crece la economía informal, la precariedad se consolida y los negocios ilícitos se propagan. Ferias ilegales, talleres clandestinos y todo tipo de trapicheos trasnacionales proliferan sin que las autoridades estatales consigan regularlas”.[7]

La novedad (siempre arrolladora) y la regulación (siempre prohibitiva, autoritaria). La historia del capitalismo expresada en un punto del culo del mundo: Lomas de Zamora, Buenos Aires, Argentina.

La Salada, entonces, como contracara material del capital financiero y multinacional. Y, sin embargo, poseedora de una inteligencia colectiva de una complejidad no menor a aquella reunida en Silicon Valley un par de décadas atrás.

La Salada –y éste es el punto– como dato central de cualquier proyecto político económico.

Concretamente: no hay ni la más mínima posibilidad de elaborar un pensamiento político con capacidad de intervenir eficazmente en la realidad argentina –en la realidad latinoamericana o, aun más, en la realidad global— si no se asume la complejidad de una economía (¿nacional? ¿global?) asentada sobre el trabajo migrante, clandestino, ultra-precario, esclavizante. Sustentada a un nivel tan alto, tan profundo, tan esencial que el Estado no puede ni desconocer este fenómeno ni erradicarlo. Un verdadero problema (teórico y material) para el que la economía y la política aún han creado un lenguaje. Sospechan. Mascullan alternativas. Fracasan. Y lo dejan convivir en su interior a sabiendas de su extrema peligrosidad.

Como en el aviso de Alto Avellaneda, en el documental de D’Angiolillo también hay cuerpos en movimiento. Pero a la distensión del paseo, a la entrega macilenta al goce del consumo se le oponen el frenesí de la producción posfordista del subsuelo, el hormigueo infinito de sus centros de consumo, el ruido monótono de la máquina de coser o el calor energético de los edificios de grabadoras de CD y DVD (dispositivos de indisimulable capacidad de democratización capilar de la cultura y el arte). ¿Es contra “Hacerme Feriante”, contra La Salada hacia donde apuntan los cañones de los creativos que dieron vida al lumínico cínico de Adidas? No linealmente, por supuesto, pero ¿qué garantiza el shopping, sino la veracidad de la marca, su autenticidad contra el imperio de lo trucho?

Lo informal constituye hoy un dinamismo productivo irrefrenable, apunta el citado Mario Antonio. Y agrega:

“Desde las entrañas mismas de los territorios de la exclusión, donde fueron depositados ingentes racimos de población sobrante, emergió un nuevo principio económico. Allí se cuece a fuego lento lo que no pudo ser “incluido” en los términos del actual modelo. Es el extraordinario reino de lo trucho. La parte baja, flexible y monstruosa del tan festejado boom del consumo. Y sólo un cinismo generalizado alienta el tono de repulsa, cuando orientamos hacia allí nuestra atención.”

En contraste, el shopping es –dice ser– el guardián de las marcas, de los intereses de las marcas. Porque las marcas importan.

Y en esa tarea cuasi policial, ficcionaliza una pureza (de clase, de raza, etc.) que ningún dato de la realidad avala. Todxs son blancos y lindos. Todxs tienen guita y consumen. El shopping no excluye por razones económicas (todxs tienen acceso). Pero cuando se presenta en sociedad (tal como se ve en la publicidad objeto de estas diatribas), cuando despliega ante el mundo, su mundo, se evidencia su matriz reaccionaria, globalmente xenófoba. No hay estómago multiculturalista con el subsuelo (in)sublevado de la patria. Marchen para La Salada. La fractura social producida por el neoliberalismo y no salvada durante estos largos años de gobierno popular se presenta, aquí, con toda su densidad.

Alfa y Omega

Dos mundos en disputa, con sus leyes, sus discursos y sus formas de vida: el mercado global (y sus marcas) y las ferias (semi-ilegales, semi-precarias, semi-clandestinas). El mundo liso y homogéneo del shopping (con sus tan pobres como eficaces “imágenes de felicidad”) y la complejidad chi’xi de estas dinámicas populares. Ambivalencia y porosidad. Terreno promiscuo, fangoso. Dinámica de singular auto-organización social y espacio material y ultra eficaz de mercado.

O de otro modo: las marcas del mercado global (que el shopping custodia) circulan, incontrolables, esa zona gris –heterónoma– de la Feria en la que la autoorganización es usada por parte de segmentos –empresarios– del mercado, al tiempo que los signos legitimados del mercado (las marcas) y sus estructuras (la organización “empresarial” existente) son “usados” por estas dinámicas de autoorganización. Dos mundos en disputa, entonces, pero cuyos límites son, por momentos, borrosos. Dos mundos-límite ante los que el Estado intenta afianzarse y hacer valer su voz, su autoridad, sin lograrlo.

La Salada y Alto Avellaneda: el subsuelo clandeta y precario de la economía-mundo y el mundo de las grandes capitales: los dos límites obvios del neodesarrollismo actual del kirchnerismo. Puntos débiles, espacios que no logra controlar ni vencer. El Estado que “volvió” no hace más que evidenciar todo el tiempo esas limitaciones. Brazos cortos para dominar el territorio y regular las conductas. Cidade de Deus y La Zona. El estallido del Estado-Nación.

Paradójicamente, La Salada y Alto Avellaneda son también las bases reales sobre las que se asienta el kirchnerismo: fondo ultra-precarizado sobre el que se sostiene tanto el trabajo y la gran metrópolis como la expansión del consumo histérico, desenfrenado. Un país en serio.

Con todo: ¿es posible, desde esta perspectiva, seguir pensando la “economía nacional” en clave (neo)desarrollista, (neo)keynesiana? ¿Qué quiere decir, bajo estas condiciones, “mercado interno”? ¿Y, aun, “burguesía nacional”? Al margen, ¿no es algo un poco injusto exigirle regulación y redistribución a un Estado que a duras penas logra cobrarle impuestos a la gilada (y a los dueños de campos de soja que nada tienen de giles), pero no puede controlar ni los grandes flujos de capital (productivo-financieros) ni las dinámicas informales de organización económico-social, ni, mucho menos, los “imaginarios”, el sinnúmero de mundos posibles, de “paraísos” que produce las Marcas?[8] La Salada y Alto Avellaneda, alfa y omega de la economía nacional.

La Salada y Alto Avellaneda, límites, bases y condiciones del Proyecto Nacional-Popular Kirchnerista: si fuéramos alberdianos y quisiéramos fundar un Estado, ya lo anotaríamos como título para nuestro próximo Tratado.


[1] Starbucks: café de tamaño demencial en vaso de plástico–y a veces con pajita— que se toma caminando. Sí, acá, en la Capital Latinoamericana del Bar Urbano, del pucho y el feca, de los churros de La Giralda, de La Academia ya sin Viñas, de La Paz y su pasado bohemio: en Buenos Aires los starbucks proliferan. ¿Signos de época? ¿Remanentes de la patria menemista que nunca termina de morir? Quién sabe…

[2] Al margen: el gordito es un cagador. El tipo que se hace el cómplice para luego delatarte (la historia del Astiz niño, el ángel rubio de la muerte), el tipo que te hace pisar el palito (hace que se hace preguntas que ni en pedo se hace), el que te deja en orsai. Parece un indie, un alternativo, pero es un garca (se muestra como un Juan Perugia, pero es un Ulises, el lado oscuro de la Fuerza). Incluso, tiene la inflexión de voz del garca. Quizá un cínico: un desvergonzado en el mentir y en la defensa (y práctica) de acciones o doctrinas vituperables. ¿Un rebelde dispuesto a hacerle frente al mundo de las marcas? No parece. Ni ingenuo, ni romántico. Está disfrazado. La remera blanca esconde al Lobo: es la piel del cordero. ¿No puedo ser una hoja en blanco? No: sos una campera con luces de led. Una Adidas.

[3] Entiéndase por La Cámpora no tanto una organización colectiva del tipo política cuyos jóvenes miembros buscan, mancomunada y racionalmente, el bien propio en el bien común, sino, más bien, un dispositivo ficcional que, bajo el manto de cierta mistificación histórica y generacional, logra capturar miradas, cámaras (ser ultravisible) y, así, devenir espacio de legitimación de una banda que no tiene banda, de los sueltos unidos por su capacidad de haber visto la oportunidad. El kirchnerismo como oportunidad –de ser visible, de aparecer en cámara, de protagonismo. De poder y de guita. De Iván (Heyn) a Amado (Boudou), de Juan (Cabandié) a Mariano (Recalde), del Cuervo (Larroque) a la Flopy (Peña). ¿Qué otra cosa los une, más allá de esa visión? La Cámpora, entonces, como nombre común de cientos de proyectos personales, como actualización militante (incluso, pop/ular) de una declinación de lo político que, desde el regreso de la democracia, viene evidenciando su manifiesta extenuación.

[4] Ambigüedad. Vacilación. ¿En qué medida la militancia supone cierta ética y cierta estética, cierto modo de vida? Martín Caparrós dixit, sobre La Cámpora: “Es un signo fuerte de estos tiempos que la ‘militancia’ actual no suponga cambios significativos en las vidas de los militantes. O, por lo menos, que esos cambios no vayan en el sentido de la austeridad –como forma de asumir ciertas ideas– sino de cierto lujo. Se puede ser militante y cobrar mucho del Estado por esa militancia; se puede ser militante y seguir trabajando en telenovelas o programas de chimentos; se puede ser militante y ganar y gastar mucha plata en pavadas. Se puede ser militante y tomarse un avión –casi– propio para ir a ver un partido de fútbol a Montevideo. Si alguien se pusiera quisquilloso diría que es lógico, coherente, cuando esos militantes se encolumnan detrás de unos jefes que hablan de la redistribución mientras no paran de acumular riquezas. Que la militancia no suponga un compromiso de vida, una crítica y replanteo de esas formas de vida, es una diferencia decisiva con lo que solía considerarse militancia. No digo –¿no digo?– que sea mejor ni peor; digo que es completamente distinto –y que, quizá, sea un efecto de la falta de elecciones ideológicas que esta militancia supone”.

[5] Dice Silvia Rivera que en la vida urbana actual (en Buenos Aires o de cualquier otra ciudad) predomina lo mestizo, lo ch’ixi como realidad en la que coexisten en paralelo “múltiples diferencias culturales, que no se funden sino que antagonizan o se complementan”. Una mezcla no exenta de conflicto, ya que “cada diferencia se reproduce a sí misma desde la profundidad del pasado y se relaciona con las otras de forma contenciosa”. Ch’ixi es, entonces, la materia prima de todas las instituciones, la complejidad misma del mundo. Entre las identidades rígidas y las hibridación insustanciales. Lo ch’ixi como alternativa a tales posturas, conjuga opuestos sin subsumir uno en el otro, yuxtaponiendo diferencias concretas que no tienden a fundirse en una comunión jerarquizada. Lo ch’ixi constituye una imagen poderosa para pensar la coexistencia de elementos heterogéneos que no tienden a la fusión y que tampoco producen un término nuevo, superador y englobante. Para profundizar: acá.

[6] Para el novato: lo que se dio en llamar Feria La Salada no es sino la suma de tres grandes y oficiales ferias: la Ocean (y su certera remisión a cine de pueblo), la Urkupiña (y su cadencia a raíces, a lenguas madres de estas tierras, a voces perdidas, y hoy actualizadas, no tanto por la reivindicación de los pueblos originarios y mucho más porque la complejidad del entramado urbano actual así lo dispone. La metrópolis posmoderna) y la inigualablemente marplatense, la Punta Mogotes)… estas tres grandes y oficiales ferias, decía, más otras miles, informales y pequeñas, que se gestan a su alrededor. Para más información –no podría ser de otra manera–, acá.

[7] Ver: “Una nueva composición social” de Mario Antonio Santucho en la revista Crisis Nº 3 acá.

[8]  No deje de leerse, en este orden de cosas, la entrevista realiza por el Colectivo Situaciones a Suely Rolnik: “Para una crítica de la promesa” compilada en Conversaciones en el Impasse. Dilemas políticos del presente (Buenos Aires, Tinta Limón Ediciones, 2009). Se puede bajar, imprimir o leer el libro acá. De paso cañazo, también se pueden revisar, en el mismo libro, las críticas al neo-desarrollismo desarrolladas por Arturo Escobar en “Contra el (neo)desarrollismo”.