León Rozitchner: el hombre discrepante
por Horacio González
¿Quién recogerá la herencia de León Rozitchner? Muere un filósofo: ¿es
necesario que alguien se proponga continuar su tarea? No era Rozitchner un
filósofo de escuela; tenía poco antecedentes en capítulos anteriores o cercanos
de la filosofía contemporánea y su obra es relativamente extraña a nuestro
medio filosófico. Es comparable, quizás, a los empeños y problemas que se
impone el joven Marx, superados apenas sus veinte años de edad: una reflexión
sobre la esencia de lo humano, sobre el “ser genérico del hombre” y las
amenazas que lo someten a servidumbre. Echeverría tomó no poco de Lord Byron,
un estilo en su voz y no pocas frases. Rozitchner tomó menos del Marx de la
“alienación del trabajo”, pero propuso un marxismo de altas exigencias como ya
lo expresaba en un célebre artículo de la revista La Rosa blindada,
a mediados de los años sesenta.
Allí se trataba de la alienación de la izquierda como resultado de la
alienación de lo genéricamente humano. No le era posible a la izquierda
pensarse en los ámbitos de la intimidad sensible, que son los que solo
garantizarían un fructuoso vínculo con lo social, sin examinar el trasfondo de
la subjetividad, allí donde yace un temible “nido de víboras”. León fue un
hombre de izquierda que pasó su vida criticando a una izquierda a la que veía
apegada a un marxismo de leyes fijas de la historia, a un racionalismo
abstracto, que olvidaba el tejido último del cual surgían los sentidos de lo
humano. ¿Cuál era esa voz primordial del existir, sino el momento de una
natalidad donde se verifica, se impone el vínculo ente la madre y el niño?
Se convirtió así en un filósofo de la sensualidad primera, de donde
emerge el habla y el sentimiento de cuidado, que en él se resolvía –a
diferencia de un notorio exponente alemán de la “cura del ser”-, en otro tipo
de estructura vital. Se trataba de la donación de sentido que ofrece el acto de
maternidad, materialidad iniciática de carácter fundador, en la que se halla la
estructura de libertad de lo humano. De ahí que en León, el culto a la Virgen
entrañara un espejo anómalo en el cual se miraba la conciencia, pues devolvía
en una religiosidad obnubilada el lazo esencial de la materialidad originaria.
Esa transfiguración cristiana de la idea substancial de “mater”, lo llevó a
León a examinar el cristianismo como una vasta introducción a la mercancía
capitalista, yendo mucho más allá de Max Weber en el papel del puritanismo en
la formación del espíritu empresarial, e incluso de Marx, que en una de sus
pinceladas no aleatoria pero no totalmente explorada, declaró ver en el
cristianismo el ideal de un “hombre abstracto”.
León buscaba el momento inaugural del sentido constituyente de lo
humano. Investigó las Confesiones de San Agustín –ese
grandioso texto-, para debatir con el imponente escritor de la Iglesia –un
milenio y medio después- las razones de este olvido de la vida sensual en los
orígenes del cristianismo cuando se elevaba a la condición de gran escritura de
la conciencia moderna. ¿Cómo procedía León en su crítica? Por así decirlo, como
si actuara a través de través de pequeñas y cuidadosas dentelladas en la carne
del adversario. Para León la carne era la carne pero constituida también en la
travesía de los textos. Sus antagonistas –que podían ser tanto el santo obispo
de Hipona como el general Perón-, eran tomados en sus propias palabras. Dejaba
León que el otro hablase a través suyo sintiendo la voz atacada como un ente
vivo entre la suya, carcomiéndola por dentro y por fuera. Así escribió La
cosa y la cruz –su respuesta a San Agustín- y su Perón entre
el tiempo y la sangre, donde una lectura de Clausewitz y Freud le permitía
rodear a impertérrito General con la pregunta que lo atenazaba: ¿por qué el
peronismo se presentaba en la historia como si fuera un movimiento emancipador,
si también cegaba las fuentes de la autorreflexión del sujeto? Mucho le costó a
León haber escrito ese libro –y también el de Malvinas, criticando la totalidad
de la empresa militar y sus apoyos-, porque su voz se confundía con la de un
filósofo incapaz de comprender las formas dramáticas de lo colectivo y popular.
No era así. León actuó como sombra doliente de lo popular, introduciéndose en
el otro adverso, para escucharlo pensar. Un texto adverso de León era más
comprensivo –como le gustaba decir a él: de profundis- que cientos
de panegíricos a cualquier cosa que sea.
Como los filósofos más estimables, procuró que en la filosofía se
escuche pensar a través del fraseo de los otros, siendo también él la
encarnación discrepante de esos otros. Pero esa entidad permanentemente
discrepante que fue León, con menudos entes mundanos para examinar y refutar
(cristianismo, peronismo, academicismo, intelectualismo, izquierdismo), asumió
una tarea que solo era posible en un mundo filosófico y político avanzado que
no viese como molestia lo que era una interrogación desgarrada. Sin embargo,
una fuerte capa prejuiciosa impedía ver que todo lo que León criticaba era
revivido por él mismo como si se le concediera a las cosas contrarias otra
natalidad. En un sentido específico, su concepto era paralelo al que con la
misma expresión hizo notorio Hannah Arendt. Anunciaba Léon así la posibilidad
para vivirse otra vida liberada, lo que él vio en un judaísmo sin estado ni
ejército, atado palpitantemente a la última bandera de lo humano trascendental.
¿No era visible todo esto en la forma en que se lanzaba a criticar los pilares
del cristianismo, como si ayer mismo hubiera ocurrido la polémica entre Marx y
Bruno Bauer? ¿O el modo en que hablaba del peronismo, tan parecido al del
ensayismo nacional, que profirió la frase “tu posees el secreto, revelánoslo”.
No era aquí una pregunta del Facundo. El interpelado era Perón, o
era un Santo de la Iglesia, o éramos todos nosotros, permanentemente
interrogados por León sobre nuestra condición humana, tan libertaria como se
quisiera, pero emanada también de nuestros propios “nidos de vívoras”. La
incomprensión de esta tarea de León –interrogar la esfinge de la subjetividad
colectiva e individual, al margen de los módulos burgueses-, llevó a que como a
Martínez Estrada se lo considerara a León “fuera de la conversación política
que había que dar”.
Y sin embargo estaba enteramente dentro de ella, como el autor de Radiografía
de la pampa, al cual hay que ligarlo en términos de un lejano pero
efectivo linaje. Había León decantado y perfeccionado una
fenomenología con flirteos marxistas y señuelo freudiano, enteramente de su
invención, a la que sobre todo en su último tiempo, acosó con graciosas
expresiones coloquiales del habla popular argentina, aforismos y refranes entre
el enojo filosófico y la jovialidad barrial. Pero siempre predominó la finura
expositiva, cierto caracoleo de la frase sobre sí misma, con un pensamiento que
con su caja de cambios al aire libre permitía que se escuchen sus movimientos,
vacilaciones y reticentes elegancias. No muy diferente era la prosa de
Merleau-Ponty, y quizás León tomó una consigna o un tema –el del humanismo y el
terror- de ese libro de Merleau_Ponty que él tradujera al castellano y
seguramente le habrían producido tan viva impresión. Fue un filósofo
que ubicó en el concepto de terror –como Kierkegaard en el de angustia-, una
categoría milenaria que forjó cuerpos y almas a lo largo de los milenios de la
civilización. Pero por eso mismo, en el revés de su trama, este muchacho de
Chivilcoy, de algún modo un gaucho judío, hijo de un pequeño comerciante de ese
muy mentado pueblo pampeano, en su permanente reversión fue un filósofo del
desgarramiento amoroso.
La investigación de la subjetividad la había emprendido desde los años
de Contorno y no podemos imaginar hoy hasta que punto eran
complementarios él y Viñas. Y no porque ambos mueren en una inaprensible
simultaneidad, sino porque ahora está más claro que uno era el novelista de la
conciencia humillada y el otro el filósofo del modo en que la humillación se
convertía, ahondando la caída, en la figura misma del terror como
desvanecimiento del “ser genérico del hombre”. Los minuciosos actos retóricos y
sensuales de León son un combate solitario en la filosofía argentina. Combate contra
las ideologías que cancelan la sensibilidad y por eso mismo promoviendo un
recóndito llamado a un hedonismo cauto, democrático y emancipador. De ahí su
fina percepción de lo popular, que no precisó de blasones ostensibles ni
etiquetas preparadas. Bastó suantropología de la salvación laica de la
conciencia, contra toda mortificación que emanaba de una simple conversación,
de una frase humillante que diríamos al pasar, sin darnos cuenta, pero ante la
que él podía reaccionar como quien combate a un Estado opresor. Así era León,
el hombre discrepante. No podemos decir que valoremos la noción de discipulado
ni el modo que entre nosotros se menciona la tal observancia del discípulo.
Pero muerto León, de su actitud, de su perseverancia, de sus amorosos combates,
es menester que ahora nos declaremos sus discípulos.