Un fantasma me pidió el documento de politicidad

y yo me lo había dejado en casa *

Por Cáctus

1.

Honestamente, para los que hicimos nuestra experiencia de politización y la experiencia de su fracaso en la década del 90, para los que nos sobrepusimos buscando las llamadas “otras sociabilidades” (?), la reaparición de la Política –y de su correlato, la anti-Política- es justamente una aparición. Es decir, un muerto vivo, un fantasma. Y todo el que ha visto fantasmas y muertos vivos sabe que el suceso es, como mínimo, desconcertante. 


Pero puestos a pensar, el desconcierto no es de hoy día, como se dice. Viene de lejos. Para decirlo rápido, hasta un cierto momento para todos los filósofos, teólogos, políticos, cientistas sociales de diverso signo, estaba más o menos claro que lo político refería a las relaciones de mandato y obediencia entre una autoridad reconocida y la comunidad que la reconoce. Los mandatos recibían el nombre de “ley”. Pero –y sólo para dar una idea de la lejanía del desconcierto- cuando a Carl Schmitt se le ocurre que la política es la gestión de un orden y lo político el grado de intensidad de un conflicto, comienza a embarrarse la cancha. Después Arendt: que la política como violencia o como acción y promesa en el espacio público. Después toda la saga del –digamos para resumir- heideggerianismo político francés: que la política es policía y lo político la producción del desacuerdo, que la política es la mismidad y lo político es la diferencia, que la política no es lo político como lógica del acontecimiento, que los significantes vacíos... En fin, ya no se sabe de qué carajo se habla cuando se dice “política” o “político”. Y entonces el “retorno de la Política” es efectivamente un fantasma. Es un nombre que no tiene cuerpo.

¿Cuál es la fuente de esta oscuridad de los signos? Es evidente: el rechazo de esa forma clásica de la politicidad, pero al mismo tiempo la exigencia imperativa de alguna politicidad. Así, no alcanza con experimentar en la constitución de modos de existencia habitables en el trabajo, en el mercado, en el arte, en la cultura... Hay que explicarse o justificar por qué son políticos. Y si no lo son, cuál es su politicidad. Por un anudamiento no tan extraño entre política y moral, la politicidad parece extender el certificado de moralidad social de una práctica. Certifica que al menos en intención no es para sí, que no es egoísta, que no es una búsqueda autocentrada, onanista, privada, que por el contrario se compromete o se interesa por la vida de los demás. Y como todos queremos el certificado de bondad, buscamos esforzadamente en lo que hacemos su politicidad, llamamos “político” a muchas cosas, “política” a otras tantas, y la cancha se embarra y se embarra. Las experimentaciones se desvían y se pierden, el pensamiento se confunde.

2.

Moralidad y politicidad son aspectos de un estado de lo humano. Es lo que puede leerse en la Ética de Spinoza. Los que hacen una lectura politicista de Spinoza se olvidan de que la ética está demostrada según un orden geométrico. Y de que un orden geométrico es, ante todo, un orden: primero Dios, después la composición de los corpúsculos y las animásculas, después las potencias e impotencias, los afectos y la razón, todo atravesado, por último, por dos vectores o direcciones de lo humano (partes IV y V respectivamente), el antropocentrismo o la beatitud.

El vector antropocéntrico es, como su nombre obviamente lo indica, una fuerza centrípeta que arremolina y succiona percepciones, acciones, afectos, pensamientos, cosas en torno de un centro, sujeto o conciencia. Opera entonces un despoblamiento del  mundo, hace un mundo ralo. A través de cada hombre no queda nada, entre un hombre y otro, nada.  

El a través y el entre son cubiertos, suprimidos y al mismo tiempo sostenidos como lo hace un puente con el vacío, por la ley, esos mandatos que aceptamos autoritaria o democráticamente, asamblearia o representativamente, local o nacionalmente, revolucionaria o conservadoramente. Hacer política es ocuparse de esa enorme empresa constructora de puentes: ¿dónde y cuándo estarán y cómo serán los puentes que cubran, que supriman y sostengan el vacío entre los hombres? El vector antropocéntrico conduce a la moral y al Estado. El Estado es literalmente un estado: es el necesario y variable estado impotente e irracional de lo humano (parte IV, proposición XXXVII, Escolios 1 y 2). Por necesario y variable, importante, de acuerdo. Pero no único, y por sobre todo, no primero.

La otra dirección de lo humano es la beatitud, la deshumanización, la experimentación ética. Alguno dirá: Es que es esa experimentación lo que yo  llamo “política”. Bueno, cada quien hace de su culo un pito. ¿Pero qué se gana usando un nombre tan ambiguo, tan oscuro, tan confuso, para designar algo que ya reclama para hacerse y avanzar un enorme esfuerzo de pensamiento claro y distinto? ¿Qué motivo tenemos para embarrar tanto la cancha? Hasta el más gil de los giles sabe y repite hoy que hay una lucha de poder en torno del significado de las palabras. Lo que no es tan obvio es si hay que participar en ella. Lo que no es tan obvio es si una experimentación en la constitución de espacios habitables tiene por finalidad –o por una de sus finalidades- dar esa lucha en torno del significado de una palabra. Por el contrario, resulta bastante obvio para quien lo ha vivido que el remolino que provoca este tipo de luchas de resignificación en una experiencia tiene un enorme poder de succión. Absorbe casi completamente el trabajo del pensamiento e incluso desvía hacia su centro la disposición de las relaciones entre los cuerpos.      

3.

La experimentación ética supone un poblamiento del mundo. Un mundo anterior y posterior al hombre. Un mundo sólo del a través y del entre. Un mundo lleno, denso. Cuando el mundo se puebla de acciones y reacciones que se arremolinan, de cualidades y potencias que se conectan entre sí, de relaciones independientes de sus términos, de contracciones, expansiones y aceleraciones de un ser continuo, ya no se trata del cine como creación humana. O de la pintura, o de la literatura. Menos aún se trata de una oposición entre estética y política, o de una politicidad de la estética. Cuando el mundo se puebla se entra en la pendiente de la deshumanización, en el vector de la beatitud. A este nivel, como decía Benjamin, la socialdemocracia es exactamente lo mismo que un poema malo de primavera.

* Este es el texto introductorio del libro recientemente publicado por Cactus, Cine II. Los signos del movimiento y el tiempo de Gilles Deleuze.