Ya parece florecer: qué significa YPF para nosotros


Por Darío Capelli y Florencia Gómez

La expropiación de la mayor parte de YPF por parte del Estado nacional -aunque todavía deba darse el debate parlamentario, entendemos que la ley consagratoria será sancionada-  es el corolario de un largo proceso histórico que empezó a construirse socialmente hace 16 años. El primer corte de ruta en la historia argentina reciente fue en el año 96 y los primeros piqueteros –heroicos en la resistencia al neoliberalismo- fueron, precisamente, las familias petroleras cesanteadas por la empresa en su etapa de recién privatizada. Las asambleas populares en las rutas de Cutral-có y Plaza Huincul en Neuquén y las movilizaciones en las localidades salteñas que más padecieron el desguace de YPF marcaron el inicio de una dura resistencia a las políticas que, ya en democracia, vinieron –como ha dicho recientemente Axel Kiciloff en su exposición frente al Senado- a consumar la entrega del patrimonio público (condición sine qua non del modo de acumulación noventista) que había iniciado la dictadura. Es que, en efecto, arrasando con toda posibilidad de resistencia a la liquidación del aparato productivo y concentrando –para eso- su carga represiva sobre los sectores obreros organizados, el estado que comandaron las fuerzas armadas estaba entonces preparando el terreno. Nos referimos no solamente a las consecuencias económicas sino, sobre todo, a las culturales; pues la dictadura, de ese modo, se propuso y casi logró cortar la historia en dos: lo que hubo antes no contaría, sólo valdría lo que viniese después. Quizás, ése haya sido su efecto más duradero. La condición histórica inaugurada por el terrorismo de estado, que hipostasiaba la ahistoricidad del presente, hizo de fondo sobre el cual se articuló el consumismo como dominante cultural en la transición democrática post-dictadura y que fue base de legitimación del modelo de crecimiento sin producción que encarnaba el menemismo. A mediados de los noventa, para una enorme cantidad de argentinos parecía no quedar otra más que volver a jugar sus fichas por Menem en las elecciones presidenciales. Pero no duró mucho esa falsa esperanza: como se dijo, en el 96 se produce el primer corte de ruta por parte de los trabajadores petroleros desempleados, quienes, ahora como piqueteros, empezaban a reconducir la historia a su cauce. Sabiéndolo o sin saberlo estaban iniciando la tarea de atar los cabos sueltos entre pasado y presente para continuarlo -al presente- renovado: su futuro, el de ellos, es este presente, el nuestro, en el que la mayor parte de la mayor empresa del país vuelve a ser de todos los argentinos. Hoy queda demostrado que el rol histórico de ese protagonismo inesperado de los petroleros sin trabajo ha trascendido las implicancias coyunturales. 



Un acontecimiento, incluso –o, justamente- por tratarse de una crispación del tiempo; un acontecimiento, decíamos, no está exento de la regla de oro de todo aquello que se precie de estar con vida: persistir, pasar del flujo a la consistencia. En la medida de expropiación resuelta por el Gobierno no vemos, así, que haya mera decisión política: hay historia condensada, de resistencias, de gritos, de masas y balas, de hombres  y nombres que ya son parte de la memoria popular. Nombres como el de Mosconi, que remite al ingeniero militar precursor de la nacionalización del petróleo y primer director de YPF, sí, pero que también remite (nótese cómo la historia está llena de ironías y retruécanos) al pueblo salteño en el que, como en los pueblos de Neuquén, surgían organizaciones de desocupados nutridas principalmente de trabajadores petroleros que habían quedado sin empleo a raíz del cambio de manos, de estatal a privadas, en el control de YPF. Desde esa localidad salteña, desde General Mosconi y desde sus piquetes, nos viene otro nombre, el de  Aníbal Verón, muerto en el año 2000 por la represión de la gendarmería a una manifestación piquetera y que posteriormente fue nombre –el de Aníbal Verón- de una coordinadora de trabajadores desocupados del conurbano sur de la provincia de Buenos Aires. De la Verón, como se la conocía a la coordinadora, eran militantes Kosteki y Santillán, también muertos por la represión en 2002, en un caso que implicaba al propio presidente Duhalde y que evidenció el precio que éste estaba dispuesto a hacer pagar al pueblo argentino a cambio de un poco de desahogo económico. Se conoce el final: la respuesta popular, contundente y democrática, a  la represión forzó la renuncia de Duhalde y el adelantamiento de las elecciones del 2003. Tímidamente, iba apareciendo Néstor Kirchner. Y junto a él, Cristina Fernández, la Presidenta que acaba de poner su firma al pie de un decreto de intervención de YPF y de la ley de expropiación elevada al Congreso. Su rúbrica sella mucho más que un proyecto que será discutido en los próximos días. Su firma es la propia marca de la época. Pero lo inverso también es cierto: su estilo y sus iniciativas, los de la Presidenta, llevan la marca de una época que se caracteriza por cerrar un ciclo, reparando muchos de los daños sociales que ese ciclo generó, y por alumbrar otro ciclo en el que los desplazados de la historia, sin deberle nada a nadie más que a ellos mismos, se redimen y reencuentran con un país que los había olvidado, como había olvidado su historia y dejado de imaginar su futuro.

Hasta aquí, no hemos hecho referencia explícita al siempre nebuloso concepto de generación. No vamos a hacerlo ahora aunque en nuestra próxima digresión sobrevuela la idea: quienes a mediados de los noventa nos iniciábamos en la aventura del pensamiento y empezábamos a transitar textos de la teoría social y de la filosofía política, fuimos sorprendidos por un acontecimiento, el de los cortes de ruta en Neuquén y Salta, que no era explicable ni por el inmanentismo sociológico que proclamaba la autopoiesis de los sistemas sociales y la tendencia a la homeostasis de los procesos históricos, ni por contractualismo alguno. Como sujetos políticos, también nosotros, no nos era del todo aceptable que aquello se tratara apenas de una manifestación de excluidos que reclamaban su derecho a ser parte de la sociedad y poco nos convencía que el costo de la inclusión fuera la suscripción a un nuevo pacto basado en una renovación de fe hacia las reglas de juego, de las que, eso sí, debía exigirse –en todo caso- mayor transparencia. 

Los piquetes le habían devuelto materia a la política o, según se vea, más que devolverle, se la daban por primera vez desde el 76: mujeres y hombres, tan argentinos como negados, empujaban sus cuerpos a la ruta e interrumpían, de ese modo, tanto el flujo “natural” de mercancías como el flujo “natural” de los sentidos. Esos hombres y esas mujeres (aun esos niños) que sorpresivamente aparecían en escena no parecían estar reclamando ser parte de algún re-ordenamiento del mismo sistema social ni daban indicio de pretender una renovación del estado, pues lo que se intuía más bien cierto era que cualquier renovación funcionaría como subterfugio para que el estado siguiera siendo el mismo. No era prolijidad de gestión lo que exigían. De hecho, no era fácil entender lo que exigían. Su sola presencia evidenciaba más lo que ya no querían que lo que pretendían. Lo que no iba más era un proyecto económico, social, cultural, político e histórico, aun en su consagración casi religiosa de lo ahistórico; y no iba más tampoco el estado que lo impulsaba. En ese contexto, estas formas de intervención política eran mucho más de resistencia que de proposición. Y, con más precisión, de resistencia anti-estatal. El punto clímax del período que se abría con los piquetes fue, como es sabido, el 20 de diciembre de 2001. De allí en adelante, las caracterizaciones y los balances difieren según sea el periódico partidario que se lea: reflujo, cierre, cooptación, impasse, estabilización, reconstitución de las instituciones, etc., etc., etc. En cualquier caso, no puede ponerse en duda que desde entonces el neoliberalismo se precipitó en picada a su agotamiento. Y lo que ayer fue resistencia al estado, hoy se expresa en la participación popular y en la democratización de lo que nos había sido quitado vía ajustes y represión.

La expropiación de la mayoría accionaria que estaba en manos de la multinacional Repsol y que hasta hoy controlaba YPF es un acto de justicia histórica. Justicia, en principio, con la serie de hechos vinculados al petróleo argentino desde sus orígenes y justicia, también, con los textos, discursos y hombres relacionados al pensamiento energético. Esa serie va desde Jorge Newbery hasta Pino Solanas e incluye los nombres de Yrigoyen, Mosconi, Perón, Scalabrini Ortiz y Frondizi. Pero hay otra serie, más reciente y menos altisonante, hecha de movilizaciones que por masivas y populares no dejan de aportar su dramatismo a la historia y sus propias figuras: Aníbal Verón, Teresa Rodríguez (empleada doméstica cutralquense que de no haber sido víctima de la represión policial hoy podría jubilarse gracias al reconocimiento legal de su actividad en el sistema público de reparto), todos los protagonistas de las jornadas decembristas del 2001, Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Los piqueteros, los asambleístas que ocuparon plazas y esquinas de muchas ciudades para debatir la Argentina hace 10 años, los estudiantes que resistieron el empobrecimiento espiritual de la reforma educativa, los trabajadores que no entregaron la capacidad instalada de sus fábricas a pesar de la rabona patronal; en suma, todos esos sectores dinámicos de nuestro pueblo tienen hoy no una deuda de gratitud sino un motivo para celebrar. 

A los que nunca abandonaron el pensamiento energético les queda la satisfacción de que la historia reconoce hoy parte de su terquedad. A nosotros, los que a partir de los cortes de ruta empezamos a creer que la política era mucho más que una sucesión de agachadas frente a los poderes de hecho (el poder militar, el poder del capital, el poder de un estado privatizador), nos habita por estas horas una dicha íntima: la historia nos hace también un guiño. 

Cortar rutas fue abrir caminos: así lo expresaba una de las consignas piqueteras. El camino desde entonces fue el de un trabajoso aprendizaje democrático. Y exigente: pues se sostenía, y todavía se sostiene, con la activa participación popular. Esta vez, hay un gobierno que acompaña poniéndose a la cabeza. Una nueva Argentina, la de siempre pero más libre, ya parece florecer.