Detachment

por Marcela Martínez y Gustavo Varela


Barthes es un profesor suplente. Habita las escuelas con la firme de decisión de no integrarse a ninguna planta permanente. Por definición, para él, nada es para siempre. Una posición trágica que lo libera del dramatismo de lamentarse.

Llega a un aula nueva. A modo de presentación, un alumno amenazante patea su mochila luego de insultarlo. No se ofende, él también tuvo bronca. Mucha. Pero ahora está en otro lado. Desplazado de los límites del ego, acepta las formas que trae la vida. Pero apuesta a la diferencia. Todo no es lo mismo. Un alumno insulta a una compañera y Barthes lo echa de la clase, se ganó el día libre. Ética pedagógica: la única regla es que el que quiere no estar en el aula no esté. Eso dice.


¿Qué hay afuera del aula? Afuera está la guerra: ser parte de una fuerza laboral por poco dinero, trabajar toda la vida y envejecer en silencio, pobre. Ser enfermera de un geríátrico; una adolescente en la calle, prostituyéndose. Lógica mercantil que arrastra vidas, que no reconoce diferencias.

Barthes ejerce un tipo de autoridad que no está adherida al respeto de las jerarquías. La pretensión de hacer valer la autoridad docente es un boomerang que devuelve escupitajos en la cara de los otros profesores. Él traza, más vale, un plano horizontal. Es un profesor corrido del vértice de la pirámide. Desde allí se estrelló en caída libre la directora de la escuela. Ella, quien fuera una luminaria de la pedagogía, ahora habla por los parlantes de los pasillos tirada en el piso de su oficina. Una imagen elocuente.

Sentido trágico por encima de cualquier dispositivo moral. No se trata de elegir una vida u otra. Un profesor le muestra a una alumna dos fotografías. Las playas de Hawai, bellas, silenciosas, una sensibilidad plena y sencilla; y luego otra imagen, la de una vagina infectada de sífilis, sangrante, cruel, una imagen que duele. La alumna sólo estaba vestida de un modo ridículamente provocativo. Pedagogía de pornografía moral, el bien y el mal en dos imágenes, el docente sabe qué es lo mejor, el docente/sacerdote con su sermón, el docente que sí muestra sus tetas con una obscenidad empastillada.

La caída no es una sola. La escuela está colmada de adultos que no quieren estar allí porque padecen el maltrato. De los chicos, de sus familias: el sinsentido de su trabajo tiene varias caras. Los docentes licenciosos llaman a la escuela para anticipar su ausencia y largan diatribas en el contestador telefónico. Los alumnos despiadados son la carga del dolor, se cuelgan de mi alma. Así dice uno de los que hoy tampoco irán a la escuela.

Hay muchos modos de vivir. Pero el destino no es una fotografía de la felicidad o la desgracias. Aunque a Barthes le pidan que mejore el rendimiento de los alumnos. Aunque le digan que siga la curricula porque eso garantiza llegar a Hawai. Pero Hawai es aburrido para los alumnos que no dejan de aburrirse. ¿Cómo compartir? El contestador telefónico insiste. El docente dice que la escuela es un infierno, que no hay salida, que los alumnos son la peste. Grita, rabioso, su propia impotencia y su desgracia. Nadie escucha la máquina; todo sigue como si nada sucediera. La violencia de la escena, la de alguien que ladra su terror para nadie, tiene la misma intensidad y el mismo salvajismo que ese escupitajo en la cara. Pero es una alumna la que escupe a su docente. “Los alumnos necesitan otra cosa, no a mí” dice Barthes. Hawai ya no alcanza. La escuela ya no le ofrece a los alumnos una playa dónde descansar; ni el docente es un agente de turismo que conoce el camino.

El peso es enorme: afuera todo pesa, eso le dice a los alumnos, “¿No sienten el peso?”. ¿Cuál? “Soy dinero –dice. También amor y lágrimas”. Allí está la lógica de la película. Un accesorio, un dettachment. El primer trabajo que le manda a los alumnos es que escriban sobre su propio funeral, ¿qué dirían los demás de esa vida que ya no es? Ver desde el final para evaluar el presente. No el futuro, sino el final de una vida. Entonces la eternidad adolescente, la insolencia vital de los quince años, todo lo posible que albergan los cuerpos jóvenes queda refutado de un golpe. En la primera clase, en ese primer trabajo, todos se vuelven viejos. La escuela no es la escuela sino un geriátrico que obliga a mirar hacia atrás un instante antes de morir. ¿Qué vida hizo cada uno? El afuera se vuelve real, ingresa la vida entera por la ventana del aula. Es lo real que se impone por encima de todo lo posible que alberga la escuela. Entonces no hay puentes ni fronteras: la elección es allí mismo. Que la propia muerte sea el primer trabajo invierte la temporalidad escolar: el tiempo de lo real estremece la base pedagógica que se ordena en torno a la espera. Los alumnos no van a la escuela para prepararse para otra vida, no van a esperar. Porque la vida está allí mismo.

Barthes también sufre. Pero su dolor no identifica culpables porque parte del caos que es toda vida sin pretender adecuarla a un molde. Mientras los docentes padecen la ausencia de los padres el día de la reunión, Barthes se siente como en casa. Está en su territorio. Pone en práctica lo que propone a sus alumnos: siempre absorber algo, en todas partes, todo el tiempo. Y pensar para parar el mundo. La detención siempre es temporaria. Por eso la clave es hacer una cosa por vez sin cargar el peso de la historia. Ese peso está encarnado en su memoria pero no depositado en una mochila. La mochila puede volar por el aire sin herir sus sentimientos.

No hay opción; el peso de lo que hay que cargar es viejo, eso dice. La historia de la literatura cuenta ese peso. Es parte del asunto. Pero no hay moral de la víctima: el peso está en cada alumno; pero también en el colectivo, cuando una niña travestida de prostituta se arrodilla sobre la bragueta de un hombre que ni siquiera le paga. Soy dinero, dice Barthes de sí mismo, como esa niña. Y lágrima, como esa niña cuando recibe el cachetazo de su cliente.

¿Amor? Entonces la lleva a su casa. ¿Caridad de ilustrado? ¿Compasión moral? No. Apenas un espacio común, el aula o su casa, es lo mismo. ¿Cómo decir amor sin tocarse, sin dar consejos, sin explicarle al otro cómo tiene que vivir? Nuevamente ética pedagógica. El amor es un efecto de vidas que quieren por sí mismas. No le dice que no se prostituya; le dice que a él no lo mezcle. Un territorio compartido tiene las reglas de cada vida que lo componen. El territorio por sí mismo carece de reglas.

En el camino de Barthes hay un abuelo perverso que abusó de su madre; el cuerpo desnudo de su madre tirado en el piso, suicidado de whisky y de pastillas. El abuelo está en el geriátrico/en la escuela. Por eso él le lleva un cuaderno para que escriba. ¿Qué? ¿Su confesión, su descargo, su vida, su arrepentimiento? Barthes escribe en su casa y llora cuando viaja en el colectivo. El viaje es el peso, la lágrima; la literatura salva, es amor. Barthes enseña literatura, cree en las palabras. El abuelo no escribe nunca; él le lleva el cuaderno y una lapicera, pero no escribe. El abuelo está en el final. Hacia donde están sus alumnos en el primer día de clase, ya muertos y escribiendo. A donde él los llevó. El alumno negro que lo desafía, que le dice que es un puto y que se vaya, el alumno que le arroja la valija contra la pared ese primer día, ese alumno le pide una hoja y una lapicera y al fin escribe.

Como en el primer día, la muerte es el límite, siempre. Lo que hay que saltar para seguir despierto.

El último día. Antes de morir, el abuelo que no escribe, delira. Está con su nieto pero cree que es su madre. Barthes finge ser ella y le dice que estuvo todo bien, que jamás la hirió. Compasión ante el moribundo, que no escribe, que lava sus culpas y se duerme para siempre.

El último día. El alumno negro que lo desafió el primer día de clases le dice que lo va a extrañar y se queda despierto.

El último día. El suicidio de Meredith, simultáneo con la muerte de su abuelo, lo hacen sentir un fantasma. Ella, unos días antes, le hizo un dibujo, el montaje de una foto con rostro impersonal. La secuencia siguiente lo muestra otra vez en la escuela de la que tendría que irse.

La escuela es la Casa Usher. Barthes es un cuerpo despierto, absurdamente sensible, un extranjero caminando entre las ruinas, los pies pisando los escombros, sin preguntarse nunca qué fue lo que pasó.



(Lobo desea tus palabras...)