Lo que quisiéramos preguntarle a Rancière


Por Verónica Gago y Diego Sztulwark*

La lectura de El maestro ignorante tiene un primer efecto inolvidable: la conmoción[1]. El axioma de la igualdad de las inteligencias que postula Rancière-Jacotot pone en marcha un punto de no retorno: quita a la igualdad del cielo de los conceptos utópicos y lo anima como desafío político aquí y ahora. La inteligencia se hace verbo y se hace carne: es aquello que activamos en el acceso a la lengua materna, materialidad primera del vínculo entre inteligencias iguales que hace posible la traducción poética entre hombres y mujeres. Rancière la destierra, a la igualdad, del plano de las buenas conciencias y del decálogo moral para volverla premisa práctica de toda experiencia con otros. La conmoción se vuelve herida: ¿quién queda a salvo de haber soñado con la emancipación sin haberlo hecho en la lengua del atontamiento, esa que cree en la transmisión de saberes de unos hacia otros?, ¿quién no confió en la política como un modo privilegiado de la pedagogía?, ¿quién no apostó a la instrucción pública como emblema de una justicia futura?

Nuestra hipótesis es que el método Rancière busca esa conmoción como primer movimiento del pensar. Hablando de maestros y alumnos (El maestro ignorante[2]), de obreros e intelectuales (La noche de los proletarios[3]) y de artistas y espectadores (El espectador emancipado[4]), el proyecto rancieriano desconecta esos binomios de las relaciones normalmente instituidas entre ambos términos, sacude (a fin de ampliar) los lugares y las capacidades atribuidas a cada quien y, finalmente, proyecta una teoría política de la igualdad intelectual como teoría radical de la diferencia, proponiéndose profanar y alterar la distribución “policial” de saberes y competencias.

Esa “teoría” política (en el sentido de perspectiva, y no de una filosofía cuya tradición consiste en una larga interrogación por el orden y la estabilidad de lo social) es además un recuento salvaje de los desencuentros, o encuentros fallidos, entre los militantes y el mundo popular, un mundo que Rancière quita del estereotipo del purismo sin desconocer su fuerza de ensoñación. Sin embargo, sus enunciados no tienen constataciones generales: se sustenta en algunos personajes que el mismo Rancière calificará de “no representativos”, un puñado de nombres que encuentra en los archivos obreros de la Francia del siglo XIX, algunas vidas que ponen en práctica un “empirismo desesperado” para hacer de la igualdad un arma de combate.

La pregunta que estos textos no dejan de suscitar  (y para cuya elaboración seguramente debiéramos incluir un comentario sobre su libro El desacuerdo) es la siguiente: ¿se plantea verdaderamente Rancière una reflexión sobre las consecuencias posibles y los enlaces deseables entre aquella igualdad intelectual de la que trata en estos textos que ahora comentamos y los problemas contemporáneos en torno a la institución política democrática?

La igualdad como acto de creación

La igualdad de inteligencias ya no se concibe como un objetivo a lograr, sino como punto de partida. Una premisa y, al mismo tiempo, un “axioma” que debe ser presupuesto para ser verificado. Presuponer la igualdad habilita su efectuación: así puede resumirse la tesis de Rancière. Sin embargo, esto nos abre a dos cuestiones precisas: a) ¿la igualdad de las inteligencias viene dada o, más bien requiere, en su efectuación, de un acto de creación? Y en el caso que nos decidamos por esta segunda opción: b) ¿a qué nos referimos cuando hablamos de un acto de creación?

¿Igualdad como base de la desigualdad o como efectuación? 

El primer problema podría formularse en los siguientes términos: todo parece indicar que la igualdad, de existir, se nos presenta bien como punto llegada, luego de un largo proceso de artificios de igualación (clave de la intervención del estado soberano que constata y legitima, desde este discurso, la desigualdad de partida), o bien como sustancia latente a la espera de una interpelación que la despierte y le permita hacerse presente. Según la primera hipótesis, la igualdad sólo surge hacia el final de un trabajoso camino educativo, plagado de dispositivos pedagógicos. Según la segunda, la igualdad está siempre allí, esperando ser convocada.

Basta un brevísimo examen de estos argumentos para quedar insatisfechos con ambas hipótesis. Si en la primera la igualdad queda perpetuamente desplazada para consagrar la desigualdad presente como base y fundamento de todo proceso social, la segunda refiere al hecho frecuentemente inadvertido de que esta igualdad latente es –precisamente– lo que hace posible y efectiva tal desigualdad. Una igualdad sin efectuación, sin acto de creación, a la que se presume siempre ya dada, y al mismo tiempo siempre a la espera, nos arroja una imagen débil: una igualdad ya tan cansada que no puede más que, precisamente, esperar.

El argumento de Rancière-Jacotot languidece si queda atrapado en estas opciones. El problema que se nos presenta es claro: de un lado, contamos con la experiencia cotidiana de las desigualdades. Ninguna constatación puede ser más apoyada por los hechos que vivimos que esta pasión por las asimetrías entre quienes mandan y quienes obedecen (éstas son, según Rancière, posiciones relativas que se alternan: se acepta pagar el precio de la obediencia para, a su vez, poder mandar). Sin embargo, cada acto de mando-obediencia presupone una igualdad de base como condición mínima para que la orden sea interpretada, evaluada, y la obediencia resulte efectiva. Según Rancière, esta es la condición secretada del funcionamiento de todo orden (político, social, educativo). De allí la paradoja que pone a la luz y que nos recuerda la íntima, aún si invertida, relación del orden social con la igualdad. La pasión por la desigualdad resulta impensable sin su fondo igualitario: la esclavitud y la servidumbre dependen, esencialmente, de la igualdad de comprensión entre la lengua de la orden y la de su realización.

El problema fundamental de los partidarios de la desigualdad es que aquellas pasiones que los empujan y en cierto sentido los respaldan mistifican la inversión específicamente social con respecto al problema de la igualdad. La creencia según la cual la desigualdad es lo primero y la igualdad vendrá siempre a futuro, comienza mistificando las premisas igualitarias para consagrar la desigualdad, haciendo de ella una condición natural (e incluso motor del porvenir a través de la competencia). 

Igualmente problemática resulta, en los hechos, la idea de una igualdad puramente implícita (condición simultánea de los momentos igualitarios y del mecanismo social esencialmente jerárquico), porque esa situación que coloca a la igualdad intelectual en una espera indefinida deviene pasividad claudicante del principio igualitario frente a la modulación concreta que de ella realizan constantemente las pasiones jerarquizantes.

Avancemos una tercera hipótesis que suponemos fiel al espíritu de Rancière-Jacotot: la igualdad es siempre-ya una posibilidad, pero requiere siempre-aún de un acto. ¿Qué quiere decir esto? Que si por un lado la igualdad nunca está del todo ausente, este modo de estar (siempre-ya) es completamente insuficiente para hablar de una afirmación del principio de igualdad. Se requiere siempre-aún de un acto que la presentifique en su afirmación, que la rescate de sus modos habituales de existencia, que la haga ir más allá de su existencia invertida, como condición de posibilidad de la desigualdad.

La hipótesis de la igualdad como punto de partida no debe, entonces, permanecer pasiva ni indeterminada. No puede tener nada que ver con una simple posición de espera, ni con una reivindicación honesta de una igualad abstracta.

Hemos salido del dilema inicial, que planteaba a la igualdad como punto de llegada de un trabajoso proceso que hundía sus raíces en la vocación por la desigualdad, pero también de una igualdad tan pasiva como declamativa. La hipótesis de la igualdad como punto de partida abre a un proceso activo[5] y, como tal, requiere de una situación singular en la que desplegarse, también de una decisión concreta de asumir sus efectos sobre dicha situación. Ese proceso supone una temporalidad específica, que no es la del futuro ni la del puro presente. El tiempo del acto de creación es esa conjunción entre un siempre-ya y un siempre-aun. Un modo de aunar potencia y acto en un desafío concreto.
  
Del acto de creación a la disciplina inmanente

Y bien, ¿por qué decir “acto de creación”? Si entendemos que un acto es producción de diferencia al interior de una situación cualquiera (mientras que los hechos tienden a repetirse sin alterar la misma situación), ¿no resulta acaso redundante añadirle “de creación”? ¿No remiten, al menos en este contexto, ambas expresiones (acto y creación) por igual al advenimiento de una novedad? Necesitamos una distinción: si el acto nombra la decisión, el punto de partida y el inicio del proceso, la expresión “de creación” enfatiza su diferencia con el “formar”, el “inventar” y el “fabricar” en tanto los actos –tal como decía Gilles Deleuze de los conceptos– “no son necesariamente formas, inventos o productos”. Así se esclarece la fórmula: la igualdad como punto de partida es siempre-ya, y al mismo tiempo requiere siempre-aún, de un acto de creación.

¿Podemos decir algo más respecto de la igualdad en tanto que proceso mismo de creación?, ¿puede acaso la igualdad convertirse en un principio operativo? Y más aún: ¿no sucede que los procesos de igualdad son esencialmente efímeros, incapaces de duración?, ¿y no es cierto que fuera de estos momentos vuelve a regir la trascendencia, la jerarquía?, ¿a través de qué práctica se podría habilitar algo así como una continuidad de la inmanencia igualitaria? De nuevo la cuestión del tiempo: ¿de qué modos de la duración son capaces los actos de creación?, ¿es la fragilidad y la brevedad su único horizonte?

Alain Badiou se hace estas preguntas para un contexto teórico preciso: el del problema de la justicia. Su argumento es que la justicia es un modo situado de producir cambios subjetivos. Tal vez podamos cambiar ligeramente de plano, sustituyendo “justicia” por “acto educativo” y ver qué surge de trasladar el análisis de Badiou sobre la igualdad inmanente en este terreno (sospechando de una secreta relación entre la noción de justicia y de acto educativo, intuición que impulsa este ejercicio). Dice Badiou: “si la justicia [educación] es un presente, ¿cómo puede él continuar? ¿Cuál es la organización del devenir, puesto que puede él continuar? ¿Cuál es la organización del devenir, puesto que la justicia [educación] es una transformación subjetiva?, ¿es frágil, es algo que puede detenerse, desorganizarse? El problema de la justicia [educación] es el problema de su pérdida, es el problema de su venida, siempre hay posibilidades de hacer venir algo justo [un acto educativo], el problema más difícil es el problema de su pérdida, puesto que está siempre amenazada”.

Según Badiou el modo de “hacer durar” la justicia [en nuestra especulación: el acto educativo] pasa por una “disciplina inmanente” capaz de extraer conclusiones de cada acto situacional de justicia [acto educativo]. Se trata de la cuestión de las consecuencias: “cómo pasamos de una consecuencia a otra, cómo pasar de una etapa a otra”. Según esta idea del tiempo, de la duración como madurez de un proceso, de la proyección de efectos, se trata de “inventar una disciplina del devenir o una disciplina del proceso”. Un “querer que el proceso vaya lo más lejos posible”, “querer que las consecuencias sean lo más numerosas posibles”. Ya no se trata, evidentemente de “una disciplina trascendente” que garantice la continuidad, que la sostenga a fuerza de puras normas. 

Badiou, filósofo de rigurosa formación matemática, sugiere extraer de las ciencias duras un procedimiento útil a la construcción de una ética de la ignorancia: “cuando intentamos resolver un problema sabemos que debemos resolverlo todo nosotros mismos, que debemos comprender la situación, que debemos encontrar una idea que sabemos no vendrá de afuera. Es necesario resolver el problema”.

La igualdad como proceso, como acto de creación, entonces, requiere de decisiones, intuiciones y coordenadas muy precisas. La voluntad del proceso de aprendizaje (momento de la puesta en marcha de la igualdad) se nutre en la medida que podemos aprender a reconocer, a leer, y a registrar estos procesos, a testimoniarlos, a fortalecerlos, a hacerlos circular y a extraer de ellos enseñanzas en relación a los modos posibles de su duración.    

Ignorar o padecer. Una condición y una ética

Puede resultar suficiente con la comprensión inmediata que surge de la ignorancia como ética. Su mandato es claro e inspirador: no saber por el otro. Intuimos, sin embargo, que esta comprensión tiene sus pliegues, y que no debería ser arrojada sin más a la vitrina de la moral en el que toda frase termina ahuecándose.

Nuestra hipótesis es que ese no-saber se encuentra en una relación paradojal con el saber como tal, por cuanto el no-saber-sobre-el-otro (ético) no implica de ningún modo un rechazo al saber en sí. El asunto así planteado pareciera resuelto antes de haber alcanzado el estatuto de problema. El maestro tendría saberes que transmite a sus alumnos cuidando siempre no tomar a estos últimos por objeto. Y sin embargo no hemos llegado aún a desplegar el potencial de la fórmula ética.

En efecto, a un nivel quizás más profundo el maestro ignorante no transmite conocimientos. El no saber sobre el otro se encuentra en íntima relación con un replanteo del estatuto de los saberes en tanto tales. No se trata de un desdén por el saber: más bien de una reorganización de su papel en el proceso de aprendizaje.

Veamos el asunto más de cerca. Se supone que una relación de aprendizaje se funda en la transmisión de saberes de un maestro que enseña a un alumno que aprende. Hemos visto que Jacotot –a quien seguimos glosando– se interpone en la aparente armonía de este vínculo postulando su perturbadora figura de un maestro ignorante, que plantea una posición radical respecto de los saberes: el aprendizaje (la “emancipación intelectual”) habilita una conexión virtuosa con los saberes (con Jacotot se aprenden danzas, literatura, idiomas, ciencias... ). Pero esta conexión de los saberes no se da por transmisión de éstos del maestro al alumno: el maestro es precisamente un ignorante respecto de estas cuestiones. Recordemos la fórmula de Jacotot: "no sé nada de lo que voy a enseñarles". 

Intentamos comprender el lugar que una ética de la ignorancia ocupa en dicho proceso. Y lo que encontramos en el texto de Rancière es la posición de un maestro que no funda su arte en la subordinación de la inteligencia del otro para transmitirle sus conocimientos, sino la de quien sólo fuerza su voluntad para que la inteligencia ingrese en un mundo de problemas, en el cual el pensamiento deberá despertar como aquella potencia en que se fundan los secretos de todo saber. La igualdad profunda se encuentra allí: no se trata de un conocimiento exterior de los saberes sino de animar la potencia pensante que los puede concebir, crear, inventar, comprender. La igualdad entre ignorantes es la igualdad entre pensantes.

De allí que el horizonte más radical de la posición ética (“no saber por/sobre el otro”) conlleve una toma de posición igualmente extrema en torno a la noción misma de conocimiento. Todos, hasta el más ignorante, conocemos algo. Lo que realmente importa, más que la cantidad de conocimientos, es un saber muy especial, ese que el emancipado deberá descubrir en sí mismo, aquel que ilumina el hecho de que los conocimientos, cualquiera de ellos, no son sino cristalizaciones del flujo de la inteligencia humana: esa sustancia que nos es esencialmente accesible a todos (aún si para acceder a este u otro cuerpo de saberes se requiere mucho trabajo).
El emancipado, reencontrado con la potencia de su inteligencia, podrá relacionar sus saberes –por mínimos que sean– con todo lo demás. La potencia del pensamiento es también la fábrica de los saberes y la condición de adquisición de todo conocimiento. La posición ética del ignorante es entonces un requisito imprescindible en el proceso de creación del proceso que se inicia al partir de la igualdad como premisa.

Más allá de la transmisión de saberes

El problema de las fórmulas compuestas, cuando fascinan, es que su impacto suele realizarse de modo desigual. Cuando uno lee “maestro-ignorante” el juego de significantes hace caer el peso en su segundo término (¡Un contrasentido en acto!). Pero vemos que sí es posible cierta coherencia entre aprendizaje e ignorancia. Sin embargo, seguimos presos del encanto. Es decir: no nos hemos preguntado aún lo suficiente por la primera partícula. ¿Qué nos queda de maestro, cuando leemos la fórmula maestro ignorante? ¿Qué diferencia habría entre un maestro ignorante y un ignorante (ético) cualquiera?, ¿qué agrega el término maestro al sentido de la fórmula?

Maestro (ignorante) no es, acabamos de verlo, el transmisor de conocimientos. ¡Incluso puede desconocer todo sobre aquello de lo que versa su enseñanza! Pero el término no se diluye sólo por confrontar con éste, su significado habitual. El maestro es quien fuerza la voluntad del otro, quien enfrenta a la inteligencia del otro con cierto problema, quien sostiene la decisión “emancipadora”, quien se afirma en su disposición, como recurso del proceso de aprendizaje mismo.

Para decirlo en una lengua más actual: maestro es quien desarrolla prácticas e ideas en torno a las condiciones mismas de la emancipación, sin las cuales no existe proceso de aprendizaje alguno.

Pensador de las condiciones, activista continuo en busca de la regla, el juego y la palabra que active tal proceso, el maestro lo es, sobre todo, por este rasgo investigativo que no remite al contenido didáctico de su enseñanza sino, precisamente, a las condiciones de posibilidad para que tal discurso sea efectivo: es decir, para que enlace las inteligencias de sus interlocutores a cierto problema auténticamente desafiante.

El dilema de los maestros actuales parece poder asumirse así: ignorar o padecer, en donde el ignorar remite a la posición ética que se hace cargo de pensar cada vez la condición, que ya no se resuelve por la vía de aplicar un saber o llamar al orden, o bien “padecer” la imposibilidad de desplegar el discurso de los saberes por carencia de atención mínima de parte de los fallidos interlocutores.

El maestro deviene así pensador de las condiciones. Su arte es cada vez más experimental. Sus saberes se ponen a prueba y sus decisiones más íntimas deben verificarse, revisarse, cada vez con mayor frecuencia.

Corresponde a los maestros hacer públicos sus padecimientos, pero también su experiencia de pensamiento. Pero: ¿cómo ha de ser tal relato, necesariamente alejado del lamento, la pura anécdota y la reducción de la experiencia (en cierto sentido post-escolar) al tradicional lenguaje de la pedagogía? 

Contra la pedagogía política

En El espectador emancipado, Rancière arremete contra buena parte de la izquierda y sus intelectuales trazando una continuidad entre crítica política de izquierda, platonismo, y supuestos conservadores. Según su perspectiva, de un modo u otro, la mayor parte de la tradición crítica queda comprometida en la doble herencia platónica (concentrada en la metáfora de la caverna) al identificar el mirar (espectar) con la pasividad y la imagen con la apariencia. Denunciar el dominio semio-mediático implica simultáneamente suponer la confusión de las masas y ofrecerse como intelectuales-orientadores. Que la tradición pedagógica explique la desigualdad que pretende eliminar tiene ahora un nuevo pliegue: toda performance política que pretende generar un efecto movilizador en los otros repite de algún modo esta secuencia (de allí las paradojas del arte político cuando extiende su voluntad concientizadora).

El lugar del intelectual/artista que apela a la transformación (es decir, que hace política) desde esta condición tiene, en primer lugar, que confrontarse con una práctica que está al filo de una nueva modalidad del atontamiento. Dicho de otro modo: la emancipación no funciona del modo en que los platónicos creen. Sin embargo, ¿queda aquí agotada la cuestión? Al menos tres preguntas podemos formular a Rancière en este punto[6]. La primera es la siguiente: ¿Queda realmente invalidado por “platónico” (distinción entre masas atontadas y filósofos esclarecidos) todo argumento que enfatice la dimensión semiótica del capitalismo o, en cambio, resulta posible tratar esta cuestión a partir del plano de inmanencia que supone un campo común de singularización/politización, más allá de la distinción masas-filósofos? Una segunda: ¿por qué no asumir como aliadas de su propio punto de vista a las tradiciones críticas que plantean una posición de resistencia frente a los efectos infantilizantes del capitalismo posfordista? Y, finalmente: ¿por qué no destacar en su favor la perspectiva artística en tanto y en cuanto permite comprender la dimensión no lingüística de los procesos de servidumbre y emancipación?

Explorar estas dimensiones permitiría reanudar el proyecto crítico a partir de una modalidad operatoria similar a la que Rancière llama de “traducción y contra-traducción”. 

Del espectador a la profanación

El principio igualitario como desacuerdo dinamiza el surgimiento de un “nuevo cuerpo sensible”. En este punto, Rancière combate la unidimensionalización del sentido de una práctica y/o de una obra cuando éste quiere ser determinado por el artista como mensajero privilegiado que dirige la observación y la conciencia de los espectadores. Dice Rancière: “producir una obra no es producir su efecto”. El performer debe renunciar a controlar los efectos que espera producir en su público para intentar comprender el sentido que su propia intervención adopta ante el trabajo interpretativo -individual y colectivo- de los espectadores. Esta abstención  (o doble movimiento emancipador) consiste en proponer intervenciones/obras que abran a sentidos posibles absteniéndose de toda pedagogía y vigilancia sobre los espectadores para luego involucrarse como un espectador más (emancipado: llamado a elaborar el sentido abierto) en el esfuerzo individual y común por captar lo ocurrido[7].

De este modo es el propio artista quien debe asumir el doble papel de performer y de espectador emancipado respecto, también, de su propia obra. Como el maestro ignorante, el performer (artista o activista) debe operar sobre la distinción entre las distancias que se configuran como jerarquías (a disolver) y aquellas otras distancias imprescindibles para que el sentido sea disipado y abierto, evitando el control atontador (explicador o consignista) y proponiendo problemas comunes, momentos de auténtica elaboración sensible y/o intelectual.

La emancipación supone una operación doble de extracción y elaboración[8]. La extracción permite substraer la cosa (la performance en El espectador emancipado; el Telémaco en El maestro ignorante; la escritura y la narración en La noche de los proletarios) de su arraigo a una determinada situación para que adquiera así sus múltiples sentidos posibles y pueda ser propuesta como “terceridad”, u objeto de traducción y contra-traducción. La elaboración posterior (el proceso de traducción) convoca a la actividad del alumno, del espectador, del obrero como artista, como poeta, como creador de significaciones.     

El paralelo con la filosofía de la profanación de Agamben parece directo, aún si en ambos autores el mismo problema se trata de modo opuesto. Mientras la profanación de Agamben actúa substrayendo la cosa de un tipo de exhibición consagratoria para devolverla a un contexto de usos comunes, en Rancière es el museo el que se ofrece como espacio para la exposición de los sentidos posibles de una obra una vez que ésta fue extraída de aquellas situaciones (o modos de vida) de origen que la capturaban asignándoles un sentido excluyente.

El espectador emancipado es aquel capaz de activar su potencia sensible e intelectual para sospechar de cualquier sentido como ya dado. Profanador, su actividad subjetiva se torna desafío para cualquier estrategia discursiva de control. Cabe al respecto otra pregunta que haríamos a Rancière: ¿no supone el espectador emancipado, como el alumno emancipado de Jacotot, o los trabajadores que se liberan de noche, la constitución de relaciones (¿“maquínicas” como diría Félix Guattari?) diferentes a las que configuran a un sujeto individuado y parlante, separado de los objetos del mundo a los que se refiere?

El tratamiento de la igualdad

La igualdad de las inteligencias no supone de inmediato una igualdad social. Las instituciones, nos lo dice Jacotot, son modos de institución de la desigualdad. La democracia política surge siempre de un movimiento de desestructuración del orden de los roles y lugares, del cuestionamiento democrático de la distribución de la ciudad entre “partes”. Cabe entonces la pregunta: ¿cómo se plantea en estos textos la comunicación entre una ética de la igualdad de las inteligencias y los procesos de emancipación colectivos?

El discurso de Jacotot es complejo. Su antipedagogía (inversión del orden explicador) resulta inseparable de una crítica de la sociedad (unida por pasiones desigualitarias) y una aguda denuncia de la filosofía política, preocupada por legitimar el sistema de jerarquías. El propio Rancière se inscribe, a partir de El maestro ignorante, en una larga trayectoria de teoría política que desconfía de las instituciones políticas y sociales, a las que acusa de limitar las potencias humanas con el fin de asegurar la obediencia.

Si tal obediencia resulta imprescindible para el sostén del orden, el contenido de toda apelación a la figura de la ciudadanía queda redefinido en un sentido incompatible con el de la emancipación intelectual, deviniendo mero ornamento de legitimación institucional.

El orden explicador se sofistica y fortalece cuanto mejores sean las intenciones (y los méritos) de quien lo defiende. Al punto que en nuestros días, la “razón pedagógica” (con su consideración de las desigualdades de capacidades y condiciones) se ha tornado uno de los principales discursos “explicadores” –justificadores– de la desigualdad (apabullante). Son las propias instituciones sociales, económicas y políticas, las que argumentan el orden actual a partir de un modelo escolar que divide a “capaces” e “incapaces”, a “explicadores” y “explicados”, tras la promesa incorroborable de una igualdad futura.

Si Jacotot ha percibido este lazo necesario entre orden social y orden explicador, cabe la pregunta: ¿qué lazo práctico podemos trazar entre emancipación intelectual y política[9]?

La emancipación como desdoblamiento

La imagen que Rancière-Jacotot nos presenta de la emancipación intelectual trabaja en la lógica de la substracción. La “emancipación intelectual” no surge de una inmersión en la lógica de lo social, sino en una cierta retirada productiva a situaciones de pensamiento (según Jacotot, la “emancipación” se da en una relación “uno” a “uno”). Y aunque resulte hoy paradojal, queda dicho que la convicción del maestro ignorante es que la igualdad no tiene que ver con la acción estatal (“igualadora”), sino con la igualdad como premisa activa de estas situaciones.

Este punto de partida extra institucional, ¿es un modo de renuncia a la política o a ciertas formas de politización? Las vidas políticas (para hablar como lo haría Santiago López Petit) individuales o colectivas enfrentan este “desdoblamiento” bajo la exigencia de una convergencia incesante de lo que Rancière llama la “ampliación de las potencias” vitales.

El corazón de lo político funciona entonces como desdoblamiento y, por tanto, como diferencia entre los rasgos o condiciones de la vida actual tal como se nos presenta y un quiebre de los destinos asignados. Esta disociación no se aleja tanto como el autor pretende de un vitalismo de los problemas, capaz de hacer de la diferencia materia de afirmación política.

Del espectador a la democracia: ¿hay una política de la igualdad?

En uno de sus últimos seminarios, Foucault retoma sus comentarios sobre Kant y la Revolución Francesa, argumentando que no fueron los enfrentamientos de París, sino los entusiasmados espectadores europeos (como el mismo Kant) quienes contribuyeron a ligar los acontecimientos de la revuelta y la inscripción de un nuevo posible humano con las condiciones históricas. En el plano político, la idea de que una revolución efectúa un acontecimiento, se emparenta con la noción deleuziana de “contra-efectuación” (o redespliegue del acontecimiento a partir de una desconfianza en una actualización primera y definitiva de la igualdad conquistada y encarnada en las instituciones a su cargo).  La revolución o el acontecimiento son pensados de este modo como convergencia entre procesos de insistencia igualitaria y de ampliación emancipatoria a partir de la actividad de unos espectadores que impiden de modo activo el cierre del sentido.  

Si el desdoblamiento implica un momento de desidentificación como necesaria interrupción del orden, y otro momento de re-identificación en base a lo abierto y lo igualitario, es posible imaginar un territorio convergente entre la radicalidad de la igualdad que nos plantea Rancière con otros puntos de vista contemporáneos sobre la política emancipatoria.

Sin embargo, la perspectiva de Rancière determina una irreductibilidad de la igualdad al  campo político. Siempre habrán jerarquías en el orden social estatuido. Aún asumiendo como buena esta tesis realista, cabe preguntarse por los enlaces activos y explícitos entre la apuesta por la igualdad de las personas como punto de partida y premisa universal, y la adquisición parcial de nuevos derechos políticos por parte de los colectivos en lucha contra el sistema de explotación-dominio. Zizek ha dicho que Rancière y Badiou pertenecen junto a Balibar a una tradición “politicista”; es decir: a la línea de defensa de la política de la igualdad con independencia de toda consideración de la dimensión económica. Desde nuestro punto de vista se trata menos de contrapesar la política con la economía, y más de indagar sobre las exigencias y los efectos que la “emancipación intelectual” despliega en relación a una praxis situada y a una lucha colectiva por problematizar la institución de los diversos dispositivos de poder. La insistencia rancieriana en lo político de cualquier práctica como aquello que se juega en su capacidad para cuestionar la distribución de la estructura de lo sensible, permitiendo desviar a los sujetos de su destino de clase y de grupo, puede encontrar traducción en una idea de autonomía como premisa, rasgo y horizonte. Le preguntaríamos, finalmente, a Rancière si acepta esta traducción y cómo propondría sus enlaces. 



[1] Hemos hecho diferentes experiencias al respecto. Consultar por ejemplo: Taller de los sábados (Comunidad Educativa Creciendo Juntos y Colectivo Situaciones). Un elefante en la escuela. Pibes y maestros del conurbano, Buenos Aires: Tinta Limón, 2008 y Movimiento de Trabajadores Desocupados de Solano y Colectivo Situaciones, Taller del maestro ignorante, Buenos Aires: Tinta Limón, 2005. (se pueden leer y/o descargar en www.tintalimonediciones.com.ar y en www.situaciones.org)
[2] El maestro ignorante. Cinco lecciones de emancipación intelectual, 1ª. Ed – Barcelona: Laertes, 2003.
[3] La noche de los proletarios: archivos del sueño obrero, 1a ed. - Buenos Aires: Tinta Limón, 2010.
[4] El espectador emancipado, 1ª. Ed – Buenos Aires: Manantial, 2010.
[5] Lo cual supone una cierta valoración de lo activo que entra en aparente contradicción con el modo en que lo “activo”, en El espectador emancipado, va a ser cuestionado como elemento determinado por cierta estructura sensible. Decimos aparente, sin embargo, dado que en rigor Rancière no cuestiona una valoración positiva de lo “activo”, sino un sistema de asignación de lo activo que se pone en el mismo lugar que el igualador en pedagogía.
[6] Las preguntas que realizamos a Rancière surgen de una confrontación con el modo en que diversos autores contemporáneos han planteado, por su cuenta, problemas completamente afines.  Intentamos explicitar, por tanto, la persistencia de esos problemas, así como la multiplicidad de trayectos para plantearlos y lidiar con ellos. Pensamos, sobre todo, en textos que hemos ido proponiendo desde el colectivo Tinta Limón Ediciones, tales como el trabajo de Franco Berardi Bifo sobre el semiocapitalismo (Ver Generación Post-Alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo, Buenos Aires, 2007), la insistencia de Suely Rollnik y Félix Guattari en la infantilización y culpabilizaicòn como gobierno de la subjetividad (Micropolítica. Cartografía del deseo, Buenos Aires, 2006) así como la filosofía de Paolo Virno cuando denuncia el aspecto infantilizante del postfordismo (en Un elefante en la escuela, op. cit.). Finalmente retomamos una confrontación, propuesta por Mauricio Lazzarato (Políticas del acontecimiento, 2006) en torno a la dimensión asignificante que, más allá de las polìticas de la lengua, permite explicar los procesos de servidumbre maquínicos propios del capitalismo actual.  
[7] Este desdoblamiento de la emancipación tiene paralelo con algunas filosofías contemporáneas de las que Rancière, sin embargo, se diferencia. Paolo Virno ha insistido en que la ocurrencia lingüística depende siempre de un tercero que otorga sentido y sanciona lo que sucede entre eventuales bromistas. Sin tercero no hay gracia. Por su cuenta, Gilles Deleuze desarrolla la idea según la cual la creación pictórica depende siempre de una catástrofe de los clichés que habitan la mente del artista. Dicha catástrofe concierne a la primera intención, y abre las puertas a un pensar propiamente diagramático. Terceridad y diagramaticidad suponen por igual un descentramiento político de la intención del performer.
[8] La distinción entre extracción y elaboración en Rancière y la noción profanación de Giorgio Agamben surgió de una discusión sobre el valor de El espectador emancipado sostenida con Amador Fernández Savater. 
[9] Quizás se trate menos de enlazar dos dimensiones igualitarias estáticas  (la inteligencia igual de las personas emancipadas y un eventual momento democrático en el nivel colectivo) y más de proponer situaciones en las cuales ambas dimensiones devienen indiscernibles. En un reciente paso por Buenos Aires, Vilma Almendra y Manuel Rozental (activistas de El Tejido de Comunicación y de Relaciones Externas para la Verdad y la Vida, del Pueblo Nasa, en el Cauca, Colombia) comentaban que entre ellos y con las comunidades no hablan de “proyectos de desarrollo” sino de “planes de vida”. Por medio de ese desplazamiento del lenguaje ellos eluden y confrontan un tipo de razón histórica que asume como inevitable una alianza entre progreso técnico y explotación que, para el caso de Colombia, es inescindible de la guerra. Inteligencia individual y plano colectivo se abren, así, uno al otro y determinan modalidades bien situadas de una igualdad concreta. Para información del Tejido, ver nasaacin.org y acin@acincauca.org