El tiempo de la regulación

Sobre el uso del cannabis
La memoria es la vida”, dicen, y la memoria es la lucha entre los recuerdos que sobreviven y los olvidos que perecen. La exitosa campaña en contra del cannabis desde los años treinta emprendida por Estados Unidos llena de ruido y desinformación un debate que debería ser más documentado.
El cannabis se cultivaba en el Neolítico como fuente de fibra, aceite, medicinas y estupefacientes; en el 2727 a C el emperador chino Shen Nung detallaba su uso medicinal para diferentes dolencias; los egipcios conocieron su potencialidad (papiro de Ebers, 1500 a C), al igual que los indios, que lo aplicaban como antipirético, para el insomnio y las jaquecas. El uso ritual estaba bastante extendido en este período, sin embargo al pasar a Grecia y Roma ese rol lo ocupaba el alcohol, pero se utilizaba sí en forma medicinal y como fibra. En el siglo xix su uso recreativo fue exaltado por el famoso Le club des Haschischins, integrado por Balzac, Dumas, Baudelaire. En el siglo xx fue parte de la farmacopea en muchos países hasta el comienzo de la inexplicable prohibición.



La ciencia en sus diferentes áreas y disciplinas está discutiendo activamente, una impecable revisión del debate ha sido realizada por el diputado Julio Batisttoni, lo cual me exime de algunas aclaraciones. Conclusiones contradictorias aunque no completamente comparables, especialmente en torno a algunas cuestiones sobre los efectos riesgosos del consumo del cannabis. 

Nadie discute el potencial médico e industrial de las diferentes variedades del cannabis. Por ello Uruguay debe dimensionar el cambio que puede significar para su economía producirlo en forma legal. Es una transformación económica difícil de predecir a la luz de los negocios millonarios hoy en las áreas farmacéuticas, industriales y recreativas: demandan cannabis y cáñamo en forma planetaria.

A esta altura, donde no han faltado la moralina y los argumentos apocalípticos, es necesario establecer los parámetros en los cuales vamos a transitar para aprobar con los más amplios apoyos posibles una nueva legislación que atienda los derechos de los ciudadanos, las potencialidades y riesgos de la sustancia y la necesidad de regulación del Estado. 

Pocas políticas como la “guerra contra las drogas” reúnen tantas evidencias de un rotundo y estrepitoso fracaso. Un número creciente de consumidores y los perjuicios para su salud en las sustancias no controladas; el avance del poder del narcotráfico en la sociedad y su poder coactivo; la violencia creciente con todos los delitos asociados al mercado negro y la inundación de cárceles en todo el mundo; segregación territorial de los barrios periféricos e idealización de la figura del narco, y un largo etcétera. Una sociedad más violenta y menos saludable al cabo. Y por si fuera poco, la principal premisa de esta política –si prohibimos una sustancia no llegará a los consumidores– no se cumple. 

Los que subrayan los aspectos negativos y dañinos de las drogas para la salud deben considerar seriamente que con esta política el consumo que combaten sigue creciendo, y las sustancias tan dañinas que quieren alejar de “los jóvenes” están sin filtros al alcance de la mano. El mercado negro no pide cédula ni expide certificado de calidad. 

La liberalización absoluta y la prohibición masiva, en los extremos comparten un elemento: ambas obvian la necesidad de regular el uso y producción de las drogas: qué se produce, su calidad, y quiénes lo hacen, su distribución, y del otro lado quiénes consumen y en qué condiciones lo deben hacer. La regulación de estos elementos es lo que definitivamente debemos encarar como solución integral. El control del mercado de cannabis, regulado por el Estado, es la única alternativa ante el fracaso de la guerra. Las buenas experiencias regulatorias e integrales con relación al tabaco deberían ser buenos ejemplos de que es posible reducir el consumo problemático. La enorme mayoría no lo es.

La nueva legislación tiene que atender el uso recreativo, estableciendo mecanismos claros de acceso a la sustancia a través de autocultivo, los clubes de cannabis y la compra regulada de una cantidad máxima (con el objeto de que lo producido sea consumido en Uruguay). La existencia de un registro para estas actividades debe proteger el derecho al consumo, siendo considerado un dato sensible, enmarcado en la ley de hábeas data, sólo revocable por razones de seguridad. Y esto tiene lógica por el estatus internacional del cannabis. Debe habilitar la producción con fines industriales, productivos, médicos y científicos, y claro está, recreativos. Una agencia pública debería ejecutar las políticas: dar los permisos, administrar los registros, comprar lo producido y coordinar a escala pública con los diferentes organismos las campañas informativas, preventivas, educativas, productivas, la distribución y comercialización, y la rehabilitación en consumidores problemáticos. 

El Parlamento decide.