Trímbolis y recórcholis: ¡qué novelita de verano!
Por Juan Pablo Maccia
Alentado por mi prima Laura, fanática de Adorno y
novel peronista, dediqué todo el verano a leer un libro extraordinario (por lo
extraño, lo extenso y lo zafado) llamado Espía tu vuestro cuello, memorias y
documentos de trabajo (2004-2007) escrito por un tal Javier A. Trímboli,
que se presenta desde las solapas como profesor de historia de la UBA y cuadro del aparato
kirchnerista de la cultura vía ministerio de educación y la televisión pública.
La novela –por llamarla de algún modo- relata el
aprendizaje de un historiador nacido en los últimos sesentas: clase media
acomodada-Colegio Nacional Buenos Aires- coqueteo político filoperonista en el
PC de Luder Vittel-docencia. Memorias de alguien que, triste, es consciente de que
las instituciones que lo formaron esperaban más de él.
Aunque en el inicio puede desalentar (¿hay un
lugar más trillado que la obsesión de un joven ilustrado con el peronismo
montonero, justo cuando la historia garpa por ese tipo de simulacros?), vale la
pena seguirla, al menos hasta la leer los cuatro capítulos que separan al
primero del sexto y últimos, menos avasalladores.
Pero la segunda parte es excepcional: nuestro
historiador ya no cabe en ningún discurso. Enloquecido en su propio humor se
entrega –a partir de una ponencia en un curso de formación de docentes- a una
narración brillante –incluso y no a pesar de lo disparatado- de historia
argentina. La novela entera puede leerse como una reflexión demente sobre los
años ochenta del siglo que nos antecede, desquiciada por la interlocución con
Ramos Mejía y, a través de ella, con no pocos episodios del siglo XIX en
torno a los cuales se descubre el carácter de la nación añorada (como la
observación crucial según la cual la batalla de La verde, en la que el propio
Ramos fue militarmente derrotado, fue crucial en nuestra historia pasada por
medio de la introducción del Remington, tecnología decisiva para la concreción
del estado centralizado).
Se trata de un libro largamente esperado: la
primera pieza escrita de una “alta cultura” kirchnerista (por eso me lo habrá
reglado Lau, sabe que el kirchnerismo me aburre por lo berreta de sus voceros
habituales). En él, y de un modo enteramente nuevo, se reconocen los problemas
y las soluciones al interior de la estricta historia nacional. Si Beatriz Sarlo
acusa a la
Presidenta Cristina de aprender mal y a las apuradas la
historia nacional, y Horacio González se esfuerza hasta lo indecible (llega
incluso a discutir con Feinmann en un libro improbable de edición Planeta) por
dotar al kirchnerismo de un poder de fundamentación dialogal, con la escritura
de Trímboli nada de esto se hace necesario. No hace falta justificar nada (ni
mal ni bien, ni contra ni a favor). Al contrario, alcanza con “romper el
tapper” que hace de la última década un encriptado universo de sentido y volver
a dar un paseo por extravagantes textos del pasado para hallar una ubicación
natural en el presente.
Si por algo se destaca su escritura –burlona
hasta el cansancio, sí, pero para nada banal- es por el modo en que se alivia
la manía ilusoria de la argumentación. Página tras página nos adentrarnos con
en comentarios de gran sutileza sobre las guerras decisivas del pasado,
particularmente Malvinas, y sobre la dictadura y la herencia nefasta de los
setentas; pero también sobre las capas de significación a las que hay que
acudir para comprender eso que se llama historia; o sobre la calidad de las
tareas que la nueva democracia dio a sus jóvenes (militantes o intelectuales,
ese es el universo); y sobre el estado de perplejidad en que nos puso –y aún
nos supone- el peronismo. Todo esto sin acudir un ápice a la solemnidad. ¡Al
fin!
A mil kilómetros de la exposición universitaria,
la afirmación militante y la retórica crítica, la oralidad del texto se
vanagloria de navegar a favor de la corriente, apoyándose en todo tipo de
frases y refranes de sentido común. ¿Cómo lo leerán los amigos dedicados a
hacer de cada palabra un tramo clave en la batalla ideológica?
Hay algo de “proustiano”, ejem, en la escritura
de la experiencia como aprendizaje del mundo (de desciframiento del tiempo); y
de realismo conservador en la fina ironía con la que son desdeñados los temas y
referentes actuales de la crítica política de la globalización capitalista (no
da seguir a los autores que desde las europas prometen filosofías para un
comunismo vitalista universal). Aún tomando en cuenta todo el patetismo que el
autor encuentra en el recorrido de la generación a la que pertenece, su
decisión es transparente: sólo en los hombres brillantes –y extravagantes- de
la tradición nacional podremos hallar la luz necesaria para interpretar los
enigmas del siglo pasado; la fuente de la cual extraer la fuerza para asumir
las tareas del presente. Asunto de enigmas, pues. Porque la incapacidad
proverbial de las élites para dominar
como se debe (se sabe: toda dominación instaura una relación de obligación
mutua, en la que unos proporcionan protección a cambio de obtener a cambio,
obediencia legítima; cuando no, el viejo Thomas Hobbes) acabó por excluir a las
masas de toda posibilidad de convivencia nacional armónica. En esa falla en la
voluntad de dominio sucedió lo que no debía, y sin embargo se veía venir: el
peronismo.
Los puntos salientes de articulación de este
razonamiento pueden ser captados, como decía antes, no “a pesar” sino “gracias a” la desopilante
fluidez con que se expone el des-encuentro entre cultura letrada y fascinación
contrariada por las masas. En ese firmamento se alza la maestría de Ramos Mejía
–que emerge así como autoridad fundamental -, así como el fastidio por sus
herederos, el socialista Ingenieros y tras él, el comunista Ponce. Qué lejos
han quedado esos nombres!
Pero bueno, ¿qué es lo que nos enseña Ramos?: que
la guerra es el nervio de lo político; la locura el corazón de lo humano; el
texto el elemento de la historia; y las masas una materia apasionada que jamás
de los jamases hay que desdeñar, sino que como lo femenino en Maquiavelo, la
fortuna, debe ser gobernada. Es este Saber el que habíamos perdido y hoy
–nuestro tiempo, nuestra tarea – volvemos a reconquistar.
Novelita de verano, en la que desfilan los
alucinados de toda laya que nos precedieron en ostentación de valores nobles:
los hubo épicos, teólogos y racionalistas; todos ellos renegaron del comercio
de los asuntos humanos, único referente atendible a la hora de esgrimir la
filosófica “inmanencia”.
Gobernar - multitudes- es, pues, asunto serio.
Sabe hacerlo quien aprende a leer los signos, primero en su propia vida, y luego
en los otros, como Alcibíades (o nuestra Eva): el nuevo príncipe (o princesa).
Y dado que en este amanecer de los pueblos está aún todo por hacerse, no cabe
lugar para las reticencias. Toca a los intelectuales (léase: al nuevo
historiador, mucho más que al filósofo) otorgar al Estado aquel fundamento del
que carecieron nuestras clases dominantes, y que el peronismo vio frustrarse en
1976: dar protección a las masas, obtener por fin un orden vivible. No
hay nación sin cobertura. Ramos, el autor de las “multitudes argentinas”,
avezado lector de Le Bon, se nos anuncia, por fin, como el heraldo inesperado
de un kirchnerismo aún por inventar.