El autor del desencanto

Entrevista a Leonardo Padura


Entrevista a Leonardo Padura, autor de El hombre que amaba a los perros (Tusquets) y de la serie de novelas policiales protagonizadas por el Teniente Mario Conde. “En cada novela voy tratando de empujar los techos de tolerancia de la sociedad cubana y creo que el último empujón se lo di con El hombre que amaba los perros”, dice.

Por Patricio Zunini




Leonardo Padura es un periodista y escritor cubano, autor de la serie de policiales negros protagonizados por el Teniente Mario Conde, que se inició conPasado Perfecto y que se continúa en siete títulos, siendo el más reciente La cola de la serpiente. Padura ganó renombre internacional a partir de El hombre que amaba a los perros, novela que aborda la vida de León Trotsky y su asesino, Ramón Mercader, y desde la que elabora una crítica profunda de la sociedad cubana. Por esta novela ha recibido diferentes premios como el Roger Callois, el Francesco Gelmi e incluso el Premio de la Crítica en su país.

De paso por Buenos Aires, donde participó en la Feria del Libro de Buenos Aires, Leonardo Padura habló con Eterna Cadencia. Esto nos dijo.
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Ser escritor en Cuba es complicado. Y ser un escritor como yo lo es todavía un poquito más. Pero yo siempre digo que soy un escritor cubano que vive en Cuba y que decidió vivir y escribir en Cuba por voluntad personal. Vivo en Cuba porque yo sabía que tenía que escribir sobre Cuba y que únicamente podía hacerlo viviendo en Cuba.

Mi primer libro, que fue mi tesis, se publicó en el ochenta y cuatro. En aquella época pasaban cuatro años desde que un libro entraba a la editorial hasta que se publicaba. Mi segundo libro es una novela que se llama Fiebre de caballos, escrita en el ’84 y publicada en el ’88. El tercero es Pasado perfecto, el primero de la serie de Mario Conde. Hasta los ochenta, los espacios de expresión fueron muy reducidos; mi generación empezó a tratar de cambiar esa relación. De mi generación son Senel Paz (Fresa y chocolate), Arturo Arango (Una lección de anatomía), Eliseo Alberto (Informe contra mí mismo), la poeta Reina María Rodríguez. Empezamos a tratar de ganar espacios moviendo la perspectiva de la literatura del hecho colectivo al conflicto individual: queríamos poner al individuo en el centro. Sucedió que con la desaparición de la Unión Soviética y el Período Especial en Cuba se produce, por primera vez en treinta años, una distancia entre la industria cultural del Estado y los escritores. Por qué: porque la industria cultural no podía publicar los libros que se escribían. No había papel, no había tinta, no había electricidad. Eso nos llevó a buscar una relación independiente con editoriales fuera de Cuba. Esa coyuntura fue muy complicada en lo económico, pero me permitió tener conciencia de la posibilidad de convertirme en un escritor independiente. Por eso en el ’95 decidí, con sólo 400 dólares ahorrados, dejar mi puesto en La gaceta de Cuba y me dediqué a escribir. Ya había publicado Pasado perfecto y Vientos de cuaresma, pero no sabía qué iba a hacer. Al poco tiempo tuve la suerte de ganar el premio Café Gijón en España, que daba dos millones de pesetas —alrededor de 16 mil dólares—, hice contrato con Tusquets y ahí comenzaron a aparecer ediciones en Italia, Francia, Portugal, Alemania. Recuerdo que el editing de la novela lo hicimos por teléfono, porque yo todavía no tenía correo electrónico. Ahora lo hacemos todo a través de internet.

Yo tengo algo bien claro: tanto en mis novelas de carácter histórico como en mis novelas policiales e incluso en mis ensayos y en mi periodismo, la literatura tiene como fin la comunicación. Me interesa comunicarme con el lector. Decirle cosas. Más que preguntarse porqué uno escribe debe preguntarse para qué escribe. Esa pregunta en el caso de El hombre que amaba a los perros es esencial. Por qué: hay muchas razones. Para qué: pues para contar por qué la generación de cubanos a la que yo pertenezco vio, en un momento determinado de su vida, frustrarse unas esperanzas, una credulidad, unas ilusiones que la habían sostenido. El hombre que amaba a los perros es una novela que me persiguió durante años. En la época en que estudié en la universidad —terminé en 1980— empecé a sentir una curiosidad insatisfecha por Trotsky porque en Cuba no existía literatura sobre él. Las primeras noticias inquietantes sobre él recién aparecieron en las revistas soviéticas de la PerestroikaNovedades de MoscúSputnik—; de todas maneras, aquel interés ya estaba. Tal vez porque, justamente, estaba prohibido. O quizá porque cuando se hablaba de él se lo hacía en términos muy degradantes como traidor o revisionista. En 1989 fui por primera vez a México y le pedí a un amigo que me llevara a la casa de Trotsky en Coyoacán. Me provocó una gran conmoción ver aquel lugar abandonado en las afueras de la ciudad, donde fue a dar uno de los líderes revolucionarios más importantes del siglo XX y hasta donde llegó la mano de Stalin para matarlo. Y luego tuve una segunda conmoción, que fue decisiva, cuando supe que Ramón Mercader había vivido en Cuba y que perfectamente yo podría haberme encontrado con ese hombre, tal como le pasa a mi personaje Iván. A finales de los noventa, principios de los dos mil, escribí La novela de mi vida donde hice una importante investigación histórica sobre el poeta José María Heredia. Esa novela me dio una idea sobre cómo construir una novela histórica con otras dimensiones, otras ambiciones, otras proyecciones distintas a las novelas de Mario Conde. Todo eso fue una suma de elementos que me permitió madurar y decidirme a escribir la novela. Ya desde el comienzo tenía en claro que sería sobre cómo y porqué habían asesinado a Trotsky, pero que también sería una novela cubana. Tenía que verlo desde la perspectiva cubana. Tanto así que lo primero que escribí fue la historia de Iván —una historia diferente a la que quedó en la novela; tuve que reescribirla por completo—. Así, a través de tres personajes muy diferentes —un líder revolucionario ruso ucraniano de origen judío, un republicano español comunista y un joven cubano al que los resultados de la historia le caen en la cabeza—, se cuenta la historia de la utopía o de la frustración de la utopía en el siglo XX. La dificultad principal estaba en contar una historia en la que el lector, antes de leer en la primera página, ya sabe lo que había ocurrido en el punto climático de la historia, es decir: que Mercader había matado a Trotsky. Fue muy complicado construir una estructura para que la novela no perdiera interés.

Lo mismo sucede con las novelas de Mario Conde. A mí me gusta contar una historia. La literatura que prefiero leer es la literatura que me cuenta historias. La novela policial tiene a su favor el hecho de que inevitablemente tiene que contar una historia, porque si no cómo tu armas ese relato. Y el relato de la novela policial te cuenta una historia que generalmente habla de la parte más oscura de la sociedad. Hay robos, violaciones, violencia. Eso me permite escribir un tipo de novela que se acerca más a lo social, que es mi interés. Carpentier en una ocasión dijo que los escritores no debían develar sus influencias, porque cuando hablaban de quienes lo habían influido descubrían la esencia de su trabajo. A mí eso no me importa, tengo tantas que las puedo reconocer. Hemingway, Dos Passos, Salinger. Y también Vázquez Montalbán: cuando empecé a leer sus novelas y vi cómo desde una novela policial contaba el fracaso de la transición española, el fracaso de las ideologías, pensé que esa era la literatura que quería escribir. Empecé entonces a darle una carácter mucho más social que policiaco a mis historias.

Escribí Pasado perfecto en 1990. No tenía idea que iba a escribir una serie; yo quería escribir una novela policiaca. Por eso los acontecimientos ocurren en el año 1989. Pero, después cuando escribí Vientos de cuaresma ya había empezado el Período Especial y la situación en Cuba se había puesto demasiado peculiar: no había autobús, no había comida, no había cigarros, no había nada. Escribir una novela en la cual tú tienes que explicar cada una de las acciones de los personajes en función de lo que hay o no, me parecía que iba a trabar el desarrollo y por eso decidí mantener las siguientes en aquel 1989. La cola de la serpiente empezó siendo un cuento largo que de tan largo que no se podía publicar en las revistas, pero tan corto que no se podía publicar como libro. Lo escribí en el ‘95 o ’96 y lo reescribí en el 2000 —creció 20 páginas—. En Cuba se publicó junto con Adiós, Hemingway. Hace dos años, propuse incluirlo en mi libro de cuentos, pero mi editor de Tusquets me dijo que aquí había una novela a la que le faltaba trabajo. Entonces la releí y pensé en hacer el intento. Hay un trabajo mayor sobre la figura de Mario Conde y el misterio relacionado con el universo chino en Cuba tiene cierto encanto y permite abrir determinadas claves de lo que fue la inmigración china en Cuba y de lo que fue la vida de los chinos en Cuba. Interiormente las novelas evolucionan porque yo evoluciono. El Padura de Pasado perfecto es más desencantado con respecto al de Vientos de Cuaresma, en Máscaras lo es más y en Paisaje de otoño lo es mucho más. A la vez soy más libre, en cada una de las novelas voy ganando espacios, tratando de empujar los techos de tolerancia de la sociedad cubana y creo que el último empujón se lo di con El hombre que amaba los perros.

Hay dos novelas que leo constantemente, sobre todo cuando voy a empezar a escribir una nueva: El largo adiós y Conversaciones en la catedral. Son dos novelas que me sirven como fuente de inspiración. Leo escritores policiacos muy diversos, desde Juan-Claude Izzo hasta Hening Mankell. Leo los latinoamericanos: Paco Ignacio Taibo, Sasturain, Saccomanno, Feinmann, Rubem Fonseca. He leído mucha literatura latinoamericana porque, aunque las sociedades no son esencialmente iguales que la cubana, los contextos culturales son muy parecidos y esas referencias son muy importantes. El escritor le debe mucho a la lectura. La mejor manera de aprender a escribir es leyendo a los que escriben bien y, sobre todo, a los que escriben bien en la lengua de uno, por eso leo tanto literatura hispanoamericana. Y también leo también literatura norteamericana porque creo que los novelistas norteamericanos son los que mejor saben contar una historia.