Soy churrero, pero no boludo

por Wanda Wygachiewicz



Las ratas son peste. Congreso está lleno de ratas. Viven en el ombú que está en uno de los extremos de la plaza. Las ratas son feas. Lo son. No pertenecen a ningún estrato social. A la noche, Congreso me parece una rata gigante con cola larga. Estoy caminando entre sus calles, mirando al suelo porque se que puedo toparme con alguna. De noche las hijas de puta van a los pedos. Además, con la basura en las esquinas, deben sentirse como en un corso. Camino rápido. Me esperan unos amigos en un bar, donde esta noche hay algo como una fiesta de escritores / poetas. Que simpático que se junten en Congreso. El bar no llega a fin de mes. Está decorado con cajones de frutas que hacen de estantería a unos cuantos libros, raros, claro. Nada de literatura clásica. En estos lugares nada puede ser de manual. Se odia al Bafici, se detesta a la Feria del libro, se repugna cualquier tipo de movimiento artístico en el cual haya que abonar entrada y sea masivo. Por eso, hay sobres en las mesas para que colaboremos con su movimiento. El sobre sugiere una colaboración no mínima a los 15 pesos. Todo me queda claro. Llego, las luces todavía son altas. Tenemos una mesa reservada enfrente del escenario improvisado. El lugar, para mi sorpresa se llena rápido. La fiesta estaba anunciada para las 20:00hs, de un sábado x de un junio cualquiera. Son las 22 y todavía las luces siguen altas. Tomo coca zero, no me gusta pero no hay mucho más para elegir que no tenga alcohol. Pedí agua y me dijeron que no. Mi mesa se llena enseguida, amigos, conocidos, desconocidos y demás.

Pablo está sentado enfrente mío. Me chamuya desde el “hola” inicial. Me escribe en una servilleta mientras la banda soporte acomoda los instrumentos y prueba los micrófonos. Me escribe, me pregunta mi nombre, años, profesión, tanga o culotte. Subrayo culotte, aunque me encantaría contestarle: tu vieja en tanga. Bien, qué ganas de dormirme, cruzar los brazos sobre la mesa y lentamente apoyar mi cabeza sobre ellos. Dormirme acá, ahora. Pero Pablo insiste mientras los diferentes jóvenes escritores, esas tristes promesas, esos vendedores de verdades envueltas en neblina, leen ante un público cada vez más borracho. Yo sigo con mi coca zero. Hace unas semanas formé una especie de escudo, y eso incluía alejar al alcohol de mi garganta. En el primer intervalo unos cuantos salimos a la calle a fumar. Nos corremos un poco de la puerta de entrada del bar y nos acercamos a una esquina, la noche está fría, húmeda. Pablo me pone su saco. Él fuma de su mini pipa mientras nosotros nos quemamos los dedos para sacar una seca más del porro que ya está pidiendo entierro. Mi escudo queda derrumbado en esa última pitada. Miro a la plaza. Está el ombú en la esquina. Ya me siento parte de él.

Volvemos a nuestra mesa, la banda toca otros dos temas. Tantas horas de quietud se transforman en amenaza. La mayoría se impacienta, no vinieron por una guitarra. Vinieron por un poco de amor, y si no se corren las mesas ni se baja la luz, quizás ni siquiera rocen los pies del cariño. Mendigan afecto, del fácil, del barato, del más útil. Hay noches de esas también. Hoy en Congreso somos más de diez con la misma soga al cuello. Qué importa.

Mientras escucho a uno que lee sobre el tamaño de su pene, veo entrar a un chico  que tiene más drogas que sangre en las venas  No pasa los dieciséis, la campera le cuelga y apenas puede abrir los ojos. Se estaca al lado de Pablo, le habla al oído. Él lo escucha, le pasa las manos por los hombros, lo hace sentarse, serenase. El pendejo se calma, se tambalea y toma de mi coca. Intenta llevarse la botella pero se le cae y desparrama el líquido afloja tornillos sobre mis zapatos. Se va corriendo. Le pregunto a Pablo que le dijo, me cuenta que el caso perdido pensó que él era un representante de músicos, por el traje que desentonaba con todos los de ahí. Que el caso perdido decía tener una banda y que el caso perdido era el cantante y estaba dispuesto a demostrar su arte en ese escenario improvisado. Pero Pablo le explicó que él no es un representante de bandas de rock, que apenas un oficinista, que hoy la música no era protagonista y que la salida era por allá. Le escribí mi número de teléfono en la servilleta a Pablo, él, dobló el papel y lo guardó en su billetera. Me levanté, me puse el saco de lana, y saludé a los conocidos, amigos, y no tantos y me dispuse a irme de ese laberinto de necesidades. Pablo me dijo que me acompañaba hasta la parada del 105. Parecía cansado. Caminamos una cuadra y me dio la mano. Caminamos otra cuadra y me besó en el cuello. A la tercer cuadra me empujó contra una pared y empezó a morderme los labios.

─ ¿Te gusta, no? ¿Beso bien?

─ Si… ─dije apenas.

─Dale, ahora vos ─mientras me levantaba la remera.

─ Perdoname, me tengo que ir.

─ Dale, besame.

Pablo siguió levantando la remera hasta que sus manos llegaron a mis tetas. Yo intentaba correrlo, pero enseguida entendí el tamaño de su cuerpo en comparación con el mío.

─ ¡Pará boludo! ─llegué a decirle cuando bajó con su cabeza hasta una de mis tetas y corriéndome el corpiño empezó a chuparme – ¡Pará, pará un poco!

Lo empujo con toda las fuerzas que logro juntar, y se queda a dos pasos, mirándome. Me acomodo la ropa rápido pero se acerca de nuevo, y esta vez está decidido a no perder. Me agarra del cuello, mientras que con la otra mano sube por mis piernas. Intento correrlo. Me giro un poco y veo pasar por la esquina al 105. Ahí mismo Pablo me agarra de los dos hombros y me empuja contra la pared. Me golpeo la cabeza. Me toco, chequeo, no hay sangre. Lo vuelvo a empujar. Aprovecho esa distancia y corro a la esquina, Pablo me alcanza, me pide disculpas mientras me agarra fuerte de la muñeca. Le pido por favor que se vaya, pero me dice que no, que la zona es peligrosa que va esperar hasta que llegue mi colectivo. Se queda a dos pasos, 20 minutos, esperando. Llega el 105, me subo, no lo miro, marco 1,70 y me siento en el fondo, deseando que una rata lo muerda.

Llego a mi casa, no prendo la luz, me saco toda la ropa, la dejo tirada en una esquina. Me meto en la cama, apago el celular, cualquier pensamiento es bueno, pero decido dormirme, rápido. Mejor, no pensar.

El domingo me despierta sin despertador. Me visto bastante y salgo a la calle. Con la sensación de que todo va a ir mejor llego a la churrería. Mingo está en la puerta, como siempre con el delantal blanco, lleno de manchas. Habla con un pibe, que está con su bici, comprando unos panes. Mingo me ve, me sonríe y despacha al pibe.

─Como esos ya no quedan muchos –me dice, mientras estira una hoja de papel sobre la mesa. ─¿Sabés una cosa? Te voy a contar una historia, ni te imaginás lo que le pasó al pibe. Vos ¿lo de siempre, no?

─ Sí, media docena de churros.

─ Bueno, resulta que el pibe trabaja repartiendo diarios y me contó que hoy a la mañana, bien temprano, encontró en la calle tirados 60 pesos. Cuestión que vino a preguntarme ¿qué hacer con la plata? Yo le pregunté si había visto a alguien a quien se lo podrían haber caído, el pibe me dijo que no había nadie. ¿Entendés?

─ Si, si…

─ ¿Rellenos, no?

─ Obvio.

─ Bueno –siguió Mingo mientras rellenaba con dulce de leche las facturas –la cosa es que el pibe quería ir a la policía a dejar la plata, y por supuesto que le dije que no, que él estaba haciendo bien quedándose con los sesenta pesos, que ni se acerque a la comisaría. Pobre, la cara que tenía, un pan de Dios ese chico… Y vos mirá como son las cosas que me viene a preguntar a mi si estaba haciendo bien. Yo te digo nena ─mientras esparcía azúcar –como esos pibes ya no quedan.

─ Y no, la verdad que no.

─ Por eso, yo te digo, estos pibes de ahora que se maman a más no poder, delincuentes, que fuman la marihuana esa. Son un desastre, un peligro. Yo se que quedan pibes bien, como vos, por ejemplo, que estudiás, trabajás… ¿estudiás?

─ Si Mingo, le conté la semana pasada…

─ ¡Ah, si, si! Es verdad, bueno eso te digo… Ahora están dele que dele con la droga, y yo que no tomo ni fumo, me doy cuenta enseguida de eso, ¿sabés cómo se siente eso? –mientras arruga la nariz –. Bueno, no creo que sepas, vos sos buena piba, se te ve en la cara, no andas en esas, como mis hijos que los tres, estudian, trabajan. Qué se yo, soy churrero pero no boludo. ¿Me entendés lo que te quiero decir?

Le digo que si moviendo la cabeza. Le pago, le deseo un buen día. Mientras vuelvo a casa por el mismo camino me acuerdo del pasa calle que hace dos años le colgaron frente a la churrería que solo decía: Mingo pedófilo.

Los churros recién rellenos son la perfecta compañía para mi mate. Pienso en eso, solo en eso.