Chicanas: las migrantes fronterizas
Mabel
Bellucci*
Durante la década de
los setenta, emergió el movimiento chicano por los Derechos Civiles orgulloso
de su origen mexicano emigrado hacia el Norte o nacido en los Estados Unidos.
Con su conformación, no sólo había un interés por reivindicar la conquista de
justicia social e igualdad sino también por concientizar a su comunidad en
cuanto al racismo y a la discriminación. Por lo tanto, el chicano o “mexican o
latin-american”, desde sus orígenes, presentó aristas diversas, complejas y
dinámicas en relación al “anglo” que no es más que cualquier persona blanca de
habla inglesa. Una buena parte de sus iniciativas consistía en establecer una
variedad de objetivos relacionados a la educación: reducir la deserción
escolar; mejorar los logros educativos; llevar a cabo programas bilingües y biculturales. Además,
con tales iniciativas intentaban incrementar materias con temáticas propias en
el plan de estudios, creación de cursos y programas de conocimientos chicanos
junto con el aumento de profesores de ese origen. Por esa razón y muchas
otras más, miles de estudiantas/es se movilizaron y formaron organizaciones que
apuntaban a la reforma educativa, al activismo por la visibilidad como una
intervención política en el ámbito público.
Un elemento de significativa trascendencia para el reconocimiento del
movimiento en Estados Unidos, consistió en realzar el arte chicano en su
diversidad de expresiones que fue floreciendo a pasos acrecentados. Asimismo,
irrumpió en el campo universitario, en las organizaciones políticas y
sindicales. En fin, todas estas apuestas partieron de una urgencia imperativa
por parte de dicha comunidad en decir “acá estamos”.
En cuanto a las
mujeres, en los años setenta, al irrumpir el movimiento chicano junto con el
feminismo de la Segunda Ola, en un escenario histórico más que estruendoso por
la incursión polifónica de los activismos en Estados Unidos, ambas corrientes
le proporcionaron nuevos marcos teóricos como perspectivas de lucha. Así al
inicio de esa década, las chicanas se organizaron en colectivos autónomos y
autogestivos. Entre los más conocidos, se podría recordar “La Hija de
Cuauthémoc” de California; “Las Mujeres Chicanas” de los Ángeles y “La Comisión
femenil Mexicana”. Un año más tarde, “La Conferencia de Mujeres por la Raza”,
celebrada en Houston, reunió a más de 600 mujeres de
diferentes regiones del país del Norte. Este evento simbolizó un nuevo
espíritu de cambio a largo plazo[1].
Precisamente, ellas comenzaron a manifestar sus malestares de opresión dentro
de la propia comunidad. De esta manera, se lanzaron a la búsqueda de propuestas
legislativas en cuanto a educación y a empleo que representaban sus situaciones
más vulnerables. Por esta razón, accionaron para conquistar
derechos de las minorías y, al mismo tiempo, para impugnar la discriminación
que emana desde las entrañas del Imperio.
En resumidas cuentas, estas mujeres al transitar una triple
exclusión -género, raza y clase- atravesaron situaciones desventajosas no solo en
el interior de su misma cultura sino también en la sociedad estadounidense, conocida como la “América
Blanca Patriarcal”.
Y sin más, esta
primera camada tuvo como desafío batallar contra la pobreza marginal, la segregación
racista y el sexismo, todo al mismo tiempo. Después de haber pasado mucha agua
bajo el puente, las chicanas descubrieron que tanto el feminismo dominado por
las blancas - que enfatizaba al género como único origen de su propia opresión-
como el machismo voluptuoso y homofóbico de sus pares masculinos, las dejaban
de lado. Entonces decidieron cortar por lo sano. Como el camino a recorrer era
largo y lento, optaron por construir un movimiento independiente, es decir, se
negaron a estar bajo la sombra del movimiento sociopolítico chicano y además del movimiento feminista blanco. La profesora en estudios culturales Marisa
Belausteguigoitia sintetizó su visión en estos términos: “Pueden servir de
puente tanto a lo mexicano como a lo americano, pero constituyendo algo nuevo
que no es ni lo uno ni lo otro. Las chicanas son mujeres migrantes o
fronterizas, por los que pueden circular lo mexicano en Estados Unidos o
viceversa. Son migrantes que crean con sus
lenguas y sus espaldas, al trabajar intensamente para que las culturas, sexos,
géneros y naciones diferentes puedan entenderse y convivir”.
[2]
Ahora
bien, hacia fines de los años setenta, comenzaron a utilizar
la expresión “mujeres de color”, una forma de distinción política (que incluye a
otras ascendencias raciales y étnicas) frente a la cultura hegemónica. Norma Alarcón, Cherríe Moraga, Gloria Anzaldúa o
Yolanda López son algunos nombres de escritoras y artistas chicanas que suenan
en las capillas académicas y en las huestes del activismo callejero. En 1981,
se aunaron voluntades para publicar This Bridge Called My Back: Writings by
Radical Women of Color,
bajo la mirada atenta de Cherríe Moraga y Gloria Anzaldúa. Siete años
después, Ana Castillo y Norma Alarcón lo tradujeron y adaptaron al castellano con
otro nombre Esta puente, mi espalda.
Voces de mujeres tercermundista en los Estados Unidos, editado por Ism
Press, San Francisco. En rigor, esta antología feminista -ensayos, narraciones
personales, poesía y teoría política- se compone de escritos por chicanas,
asiáticas, afroamericanas, indígenas y latinas, o sea, mujeres de color que
viven en los Estados Unidos. A partir de la publicación de Esta puente, mi espalda la conciencia feminista se esparció en
todos los sectores culturales, sociales y económicos en un intento de abrir
caminos para enlazar mujeres de color estadounidense junto con
hispanoamericanas.
En el prólogo de
esta colección, llamado “En el sueño, siempre se me recibe en el río”, Cherríe Moraga propone lo siguiente: “ Dada
las varias comunidades que representamos -como mujeres y como obreras pobres-
las mujeres de color podemos servir como la puenta entre las columnas de las
ideologías políticas y la distancia geográfica, ya que en nuestros cuerpos coexisten
las identidades de opresiones múltiples a las que hasta ahora ningún movimiento
político, no obstante su origen geográfico, ha podido dirigirse
simultáneamente”. En suma, Esta puente,
mi espalda ha servido como testimonio de la existencia del feminismo
tercermundista en los Estados Unidos y, además, como catalizador del avance de
ese movimiento en un ascenso permanente.
* Activista
feminista queer. Autora de Historia de
una desobediencia. Aborto y Feminismo. Editorial Capital Intelectual.
[2]Belausteguigoitia,
Marisa( 2004): “Las nuevas malinches: Mujeres fronterizas“ , n°14, México, Nexos, p. 29