Stalingrado
por Dolores García Bello
Primero
vino Roberto que me tiró contra una pared, a voluntad, abriéndome un tajo en el
labio inferior y astillándome un diente. Por Roberto tengo un diente de un
color levemente diferente de los otros porque le pusieron una funda y así quedó.
Roberto me dejó abajo $500, pero nunca se enteró porque Roberto no valía la
pena.
Diego
la va de algo que no es. Es un puto seductor virtual que me envolvió hasta
llevarme a la cama. Me mintió con cosas que podía hacer. Me decepcionó tanto
que ni esperé el taxi, cerré la puerta y salí corriendo. A las diez cuadras
decidí que el que se tenía que ir era él. Lo llame y entendió que esa era mi
casa. A los días note que se había robado un par de libros. Uno de Galeano, uno
de Murakami y la Trilogia de Nueva York. Fue el primer tipo que me dio algo.
Un
martes vino Luciano, me dobló el brazo derecho contra la espalda y me sujetó la
cabeza contra la mesa de pino que tenía en su taller de carpintería. Hizo lo
que tenía que hacer mientras me preguntaba: “¿Lo hago bien?”. Si tenés que
preguntar, la verdad, Luciano, es que no haces nada bien. Pero de vos me llevo
las astillas diminutas que se me clavaron en la mejilla y que formaron pecas en
un solo hemisferio dándome un aire inocente que enloquece a los hombres.
Gracias Luciano.
Proponerme
un trío con una amiga es una obviedad. Una pavada. Como debutar en un telo o
hacerte chupar la pija por un traba. José era eso.
Una
noche en Burzaco me encontré con Nicolás. Me puso de rodillas en el cemento
atrás de la estación de tren. No me sentí humillada porque no sentí nada.
Nicolás tampoco por joven o por pelotudo, todavía no lo decido. El conurbano no
tiene el cemento liso de la capital así que me lastimé. Me quedaron unas marcas
que parecen estrías pero no lo son, es de arrastrada, de dejada, de aburrida,
de estar para absolutamente nada en la vida, de ser nada. Como vos, Nicolás,
que no sos nada ni de tamaño.
Un
verano en el Tigre, lugar de muerte, mientras miraba la naturaleza, salvajismo
y más muerte, lo vi cruzar en un bote, de la muerte, a Fernando. Nade hacía él,
como nadan los perros, y le dije Fernando sacame de acá, sacame de este
casamiento de boludos. Me subí mojada y en vestido pero no me bajó el calor.
Fernando no tenía agua así que me metió en un baño químico fabricado por él y
me lavo con agua helada traída de no sé dónde. ¿Está esterilizada esta agua
Fernando? No me contestó y me dió un baldazo que dolió como si fuera invierno.
Después cogimos en una cama con olor a humedad y el perro de Fernando, Polito,
nos miraba fijo. A veces ladraba. No estuvo mal. Fernando me dejaste un resfrío
de verano, los peores. Yo te deje con las ganas, pero esa es tu culpa: capaz
que tenés que ir al médico.
Ahora
estoy en Haedo, en un balcón que da a la estación, el viento de esta horrenda
primavera me despeina. No hace ni calor ni frío. No hace nada. Sería lo mismo
estar exiliada en Praga, deportada en un barco que vuelve a Marruecos o presa
en Stalingrado. El Sarmiento pasa una vez cada 23 minutos y otra vez, cada 28.
Fumo esperando que el idiota de mi amor se despierte.