Entrevista a Silvia Duschatzky: “La escuela es hoy un hervidero de cosas que no sabemos pensar”

por Claudio Martyniuk


Un valle de lágrimas rodea nuestras escuelas. Baja calidad, deserción, repitencia, desigualdad: el diagnóstico parece unánime, indudable. ¿Pero acaso esta dimensión del declive escolar no ensombrece otras facetas, quizás logros fugaces pero intensos que llevan a que los chicos y los maestros concurran y vuelvan a encontrarse en el aula, experimentando juntos la construcción de saberes, el asombro ante cada revelación, la comprensión de los problemas del compañero? Mientras el aula atraviesa un eclipse multicausal, la vitalidad de las interacciones entre maestros y estudiantes puede aún alumbrar alegrías y generar, a la manera como lo concibe la especialista en educación Silvia Duschatzky, inquietudes movilizadoras, lecciones locales pero que pueden enseñarnos la valentía de poner el cuerpo y el valor de imaginar e interrogar colectivamente.

Defender la educación pública, ¿acaso ya es algo que se convirtió en una consigna vacía?

Me interesa la escuela pública por sobre la consigna. Tal vez podríamos pensar que todo enunciado vuelto consigna se vacía o pierde potencia. No obstante, quisiera dar alguna vuelta en torno de la palabra defensa. La defensa es la reacción a un ataque o por lo menos a un peligro en ciernes. ¿Está en peligro la escuela? Diría que no.

¿Está en riesgo, entonces, la educación tal como fue concebida en el pasado?

A todas luces el peligro aconteció. “Los chicos no vienen como antes”: esta frase remanida, común en las escuelas en los últimos años, sintetiza la sensación de que las actuales presencias de chicos y niñas o jóvenes ya no nos evocan esos cuerpos moldeables imaginados en el pasado. Podríamos enumerar los signos que muestran la alteración palpable de los escenarios institucionales, alteración que también puede notarse en el cuerpo docente, especialmente en el cuerpo de los docentes agobiados, desorientados, cansados. Pero esta alteración no oculta ni empaña la sorpresa que alcanzamos cuando asistimos a invenciones poderosas que ocurren en muchas escuelas y prácticas educativas. Si algo sostiene a la escuela a lo largo de su historia es la capacidad de reunir, de juntar aun en la desunión y las múltiples derivas. Y en esta coyuntura, entonces, se trata de preguntarnos si queremos pensar la escuela en relación a su mito fundacional o si no sería más pertinente pensar sus cambios, su devenir inconcluso.

¿Cómo, entonces, hoy podemos pensar la escuela?

La escuela es hoy un hervidero de cosas que no sabemos pensar y por eso rápidamente las arropamos de interpretaciones y clasificaciones. “Add” (síndrome de déficit atencional) se dice cada vez que un pibe se presenta disperso. ¿Acaso esa dispersión de atención no expresa en ocasiones las marcas de una época sobre nuestros cuerpos? La pregunta podría ser ¿nos incomoda la “incapacidad” de que los chicos fijen la atención en un punto o no saber qué hacer con una atención que opera de otro modo? Decir desatención es no advertir que hay una atención en otro lado. Entonces, ¿qué nos incomoda? ¿Que los chicos no presten atención a nuestros requerimientos o que su atención flotante interpela nuestra desatención?

¿Pero la educación pública puede atender esas incomodidades?

La educación pública no es un hecho congelado. No se expresa meramente en la masividad, ni en la gratuidad ni en la caprichosa voluntad de sostener su tradición. La escuela efectúa su carácter público cada vez que suelta sus viejas imágenes de lo que debería ocurrir y se afirma y actúa desde su capacidad de generar experiencias que afecten sensiblemente a sus habitantes. La escuela será pública si aprovecha su circunstancia de albergar vidas y hace la experiencia de poner a prueba lo común de esas vidas.

¿El aula es un espacio caduco, a partir de Internet?

El carácter caduco de un objeto, una idea, un discurso no está dado en contraposición a la ventaja de la novedad. ¿Está caduco el libro; es caduco el cine, el teatro? Creo que la caducidad se presenta cuando algo se ha agotado. Cuando no activa imaginaciones ni ya es capaz de generar problema alguno. Algo caduca cuando pierde toda sensibilidad de conectarse con lo que está vivo, con lo que podría crecer. Entro a un aula y veo a los chicos conectados a sus netbooks: este mero dato no me dice nada. Aun llenos de actualización tecnológica podríamos asistir a un tiempo en el que nada pasa, en el que nada movilizante ni desafiante entre ellos acontece, pero también todo lo contrario. Si hubiera alguna caducidad, la encontramos en los modos reiterados y automatizados de hablar, de enseñar y pensar las cosas.

¿Qué sería lo opuesto a esa actitud caduca?

Lo opuesto a lo caduco no es la novedad sino la actitud problematizante. Pensar qué formas de agrupamiento podemos darnos para investigar juntos. En el aula, fuera del aula, en los pasillos, en la puerta de la escuela, en la calle, en el barrio. No es el espacio, es lo que nos pasa mientras compartimos un tiempo. El punto es: ¿qué queremos compartir con los pibes? ¿Qué problema podría crear una zona común entre las generaciones? ¿Qué pregunta, qué pasión me toma como maestra? El despliegue de inquietudes no se responde consumiendo compulsivamente capacitaciones ni aplicando prescripciones aggiornadas, sino investigando y probando posibilidades.

¿Qué puede hacer, que no ha hecho, la escuela pública para profundizar, darle densidad a la cultura democrática?

Hacer la experiencia de una vida democrática implica sobre todo una sensibilidad proclive a interesarse por lo que hay, abandonando el desencanto. Tomarse en serio a los pibes no supone proclamar sus derechos sino interrogar y experimentar con ellos, construir y buscar con ellos. La democracia no es sólo un asunto de derechos jurídicos. Se trata del problema de las posibles formas de vida que se deben abrir como posibilidades y potencias en vez de clausurar. Se trata de liberar fuerzas imaginativas que se sustraigan de políticas que nos aplanan en todos los planos vitales; económicos, sociales, simbólicos, afectivos, sexuales, también escolares. Se trata de inventar modos que amplíen nuestro poder de decidir y actuar en el medio de las tensiones en las que estamos. La democracia no pide declamaciones sobre ella sino expresarse en prácticas abiertas de hacer lo común. La escuela aloja distintas vidas. Queda aprovechar ese escenario multitudinario para hacerlo experiencia compartida. ¿Y qué compartimos? ¿Un espacio, una obligación, una coincidencia, una retórica, una fe? Lo que compartimos son los problemas y una cierta afinidad sensible para desplegarlos, para investigar las infinitas maneras de relacionarnos con las personas y las cosas.

¿Cómo la escuela, herramienta del pasado, puede gestar el futuro?

Si pensamos el futuro como destino trazado de un bien a alcanzar sólo resta el fracaso. El futuro tendría entonces alguna chance si lo pensamos como aquello que puede nacer a partir de advertir los campos posibles que anidan en las existencias reales. Cada situación vivida puede ser reconfigurada bajo otro régimen de percepción. Sentir de otro modo, ver de otro modo, pensar de otro modo. Allí brota el futuro, como campos de posibilidades que sólo nosotros podemos imaginar a la vez que nos procuramos los recursos para activar devenires que jamás sabremos de antemano. Y en este hacer, la escuela tiene un horizonte de posibilidades infinito.

La administración, la burocracia estatal en la escuela, ¿qué obstáculos provocan?

Los problemas que se viven en la escuela se padecen o se aprovechan. Pero no sólo se padecen por el extrañamiento que nos provoca enfrentarnos a lo que no sabemos. La perplejidad podría ser el motor de nuevas preguntas, podría activar búsquedas colectivas, podría abrir la oportunidad de una mutación sensible. Habría otro padecimiento efectivamente estéril. Con frecuencia los maestros se ven tironeados por cuestiones que los exceden. Que exceden sus potencias, sus fuerzas, sus posibilidades efectivas de pensar lo que los afecta. Pensar problemas es pensar también en qué condiciones podemos hacernos cargo de lo que nos pasa. Y las exigencias burocráticas no ayudan, ya que buscan satisfacer las necesidades del aparato que las engendra.

¿Entonces el Estado sería un obstáculo para la fertilidad del trabajo educativo?

Lo sería por su naturaleza exterior a los problemas reales. El Estado no es un actor secundario. Es indudable que no es factible prescindir del conjunto de recursos financieros, estratégicos, humanos provistos por el Estado y su política pública. Dejemos a un lado los lugares comunes que enfatizan la presencia del Estado. Problematicemos, en cambio, el modo de esa presencia. ¿Qué hace el Estado, ya no entendido como sujeto que emite normas de funcionamiento institucional? El Estado debería ser capaz de ponerse al servicio de las dinámicas reales, de las inteligencias efectivas que piensan y lidian con lo que irrumpe a diario en las escuelas.

¿Cómo retener chicos en las escuelas? ¿Qué se puede hacer para evitar deserciones?

Retener, ¿y luego qué? ¿Retener para qué? La retención en sí misma plantea horizontes pobres, acotados. Probablemente podríamos invertir la cuestión. ¿Qué pensar con los chicos? ¿Cómo leer sus mundos? ¿Cómo imaginar zonas comunes? Pensemos al revés. Si no fuera por los chicos que en efecto van a la escuela aunque de modos intermitentes y disímiles, no habría escuela. Y si están y si vuelven, habida cuenta de que no hay algo que los ate, será porque existe en ellos la necesidad de estar con otros. Lo que hay no es deserción, en todo caso hay formas ininterrumpidas de ir y venir. Y más allá de los datos que confirman que sí la hay, mucho más poderosa es la evidencia de que las escuelas no están ni vacías ni vaciadas. Hay presencias molestas, intempestivas, plagadas de información, de economías de intercambio, de crudeza y astucias. Invirtamos la pregunta. ¿Qué escuela debemos hacer, imaginar, pensar con estos niños y jóvenes que están en el mundo, que hacen el mundo y que nos desconciertan?