Entrevista a Pablo Farrés: “No hay odio que en el extremo no se transforme en farsa”

por Pablo Chacón


El libro, publicado por la editorial Letra Viva, está centrado al interior de una escuela donde un posible reglamento pondría cierto orden a la sucesión de transgresiones que en rigor representan a un universo mucho más amplio.
 
Farrés nació en septiembre de 1974; vive en La Matanza, estudió filosofía y publicó El punto idiota, Literatura argentina y El desmadre.

Esta es la conversación que sostuvo con Lobo Suelto!

El reglamento ¿es anterior o posterior a El desmadre? En cualquier caso, ¿cuál es el punto que podría conectar a ambas novelas?

Estas dos novelas las fui escribiendo juntas, con algunas otras tonterías que quedaron en el camino. Me resulta difícil escribir una sola cosa, básicamente porque siento que nada por sí sólo vale la pena. Siempre me gustó la idea de que no se escriben libros sino obras. La obra implica una continuidad pero hecha de discontinuidades. Frente a esta idea aparece el argumento de libros que valen por sí mismos, o escritores que escribieron un sólo libro. Me parece muy bien, pero no veo contradicción: un libro también puede ser toda la obra. Igual insisto con lo anterior, me parece que hay cierto fetichismo del libro, ciertos golpes de efecto que se concentran en un solo libro, y que lo presentan como un producto más que una producción. Hay autores de los que no me importa si escribieron un libro  bueno o malo sino la persistencia en el producir. Cerebros y sensibilidades que funcionan como máquinas de producir lenguajes y narraciones. Y respecto a lo que tienen en común: las une el malentendido. El desmadre fue escrita desde el amor y leída desde el odio; en cambio, El reglamento fue escrita desde el odio y leída desde el amor.
 
El genérico novela, ¿corresponde estrictamente a lo que hacés?

Yo creo que son novelas, pero novelas significa casi cualquier cosa. En el fondo, la definición de géneros es algo ajeno a la literatura, por lo que poco importa qué es lo que se está leyendo.
 
Por ejemplo, ¿qué representa El reglamento si es que representa algo?

El libro trata del director de una secundaria que imposibilitado de escribir el reglamento de su escuela le escribe una carta al ministro de educación del Régimen.  ¿Cómo se cuenta la imposibilidad de la ley?, ¿con qué ley se escribe que la ley es imposible?, esas son las preguntas con las que la narración trabaja. (Walter) Benjamin, (Carl) Schmitt, (Giorgio) Agamben, (Jacques) Derrida y otros más trabajaron mucho sobre esto. Problematizan la relación entre la ley y la vida tomando como paradigma más o menos explicito los campos de concentración. Pero, no sé, me parece que perdieron algo más prosaico pero no menos aterrador. No hay escuela, por más modernosa y canchera que sea, que no defina, decida y separe, una vida buena de una mala, una vida digna de ser vivida y una indigna de ser vivida. La educación trabaja con eso todo el tiempo, desde las evaluaciones hasta la circulación de la palabra. Pero eso debe formularse y se formula en reglamentos. Y porque son aterradores, los reglamentos terminan resultando muy graciosos -es difícil leer de otro modo el terror.
 
El reglamento como un imperativo categórico que produce efectos, pero que destroza a la debilidad. ¿Podría pensarse como un sistema de poder transgresor, supuestamente antijerárquico pero obligatorio sin serlo?

Me preguntas por la transgresión y me parece que esa es la cuestión más importante. Parto de la base de que no hay transgresión posible, ni estética ni política. Y eso no significa ningún nihilismo, sino todo lo contrario. La transgresión y la ley responden a una misma lógica. Se llaman, se penetran y se confunden en una misma cosa. El problema de la ley no es la transgresión sino la ausencia de toda transgresión. Eso es lo que trabaja el libro. La ausencia de transgresión pone a la ley ante su propia inutilidad. La borra pero no transgrediéndola sino cumpliéndola de modo radical. En un régimen político en el que se cumpliera de forma absoluta con la ley no habría ley. Sin un mínimo asesinato, el mandamiento no matarás sería letra muerta. Sería lo mismo que la constitución diga que desde ahora en adelante es obligatorio que los árboles florezcan en primavera. ¿Para qué se impone el florecimiento si ya está dado más allá de la ley escrita? Pero ese es el sueño de todo régimen político, que la ley sea la vida que la misma política define. En las escuelas se cumple de modo casi total. Ahí es donde aparece el sueño político a pleno. En definitiva las escuelas nacieron para decidir sobre los detalles que hacen que una vida sea digna de ser vivida. Incluso en el abandono: cuando la escuela abandona al alumno le está diciendo esa es tu  condición, esa será tu ley. Pero claro está, si la ley que legitima la existencia de una política se vuelve inútil, entonces la ley se transforma en literatura. Son las dos caras de la moneda: la política sueña que la ley se haga vida; la literatura sueña transformarse en la palabra muerta de una ley inútil. Uno elige de qué lado está.
 
¿Puede ser la literatura una especie de máquina, de dique contra el poder, contra la memoria impuesta, contra una forma de entender al mundo si damos crédito a aquello de que la experiencia del mundo es la experiencia con el lenguaje?

Yo quería escribir un libro a partir del odio, de un odio desmesurado. Pero en el medio me encontré con algo que cuido para mí mismo como si fuese una revelación: no hay odio que en el extremo no se transforme en farsa. El odio que llega a su propio extremo sólo encuentra su propia aniquilación, ni siquiera es mi propio odio, es el odio de nadie y para nadie. Si hay conciencia del odio es porque todavía no hay verdadero odio. Tengo que desaparecer yo para que el odio exista como tal, es decir, como pura y muda intensidad condenada a su aniquilación. Entonces, sólo queda la farsa del odio: hay que sostenerlo actuándolo, impedir que encuentre su límite último, invertir en el teatro montado, hacer de payaso para el otro y para uno mismo. Lo mismo ocurre con el dolor. Sólo payasadas. Pero claro, el teatro y la farsa del odio y el dolor están buenísimos: se llaman literatura. Esto no es ajeno a la novela sino central. Más bien es aquello mismo a lo que lo condenan al narrador, y que yo sólo me apropio. Porque ¿qué es lo que le da fuerza a la palabra de la ley, qué mueve a escribir un Reglamento -así, con mayúsculas, un Reglamento escolar, un Reglamento político, un Reglamento literario, o un Reglamento de vida-, sino el odio a la vida? Pero como decía antes, la mayoría de las veces sólo se trata de la farsa del odio. A eso llaman política, pero por eso también es posible la literatura.