Venezuela en crisis abre interrogantes para América Latina

por Salvador Schavelzon


Hace años que la política venezolana repercute en toda la región. El triunfo electoral de Chávez en 1998 marcó la llegada de una serie de gobiernos aliados entre sí que marcarían la última década en América del Sur. Junto a la Venezuela de Chávez, que rápidamente reformaría la constitución y fundaría la República Bolivariana, se configuraría un bloque con sectores políticos que venían de oponerse en cada país a los gobiernos de los años 90, asociados al neoliberalismo y las políticas con visto bueno de Washington. Las visitas condicionantes del Fondo Monetario Internacional terminarían, los obreros, campesinos, indígenas, intelectuales y militantes de izquierda llegarían al primer escalón del poder.

Sólo Colombia, México y Perú, e interrupciones en Chile, Paraguay y algunos países centroamericanos estarían a destiempo en el mapa latinoamericano de los nuevos gobiernos. Por eso las movilizaciones que piden la salida de Nicolás Maduro interesan a la política de la región y no por casualidad los eventos callejeros del país fueron discutidos en la OEA, entre los presidentes vecinos y en los medios de toda la región. Hace tiempo que Venezuela es una poderosa imagen de lo que se quiere o no para el propio país.

Se puede afirmar que la política externa en estos años dejó de mirar exclusivamente al norte, y hubo algunos avances en una integración de la que Hugo Chávez fue de los principales entusiastas. Venezuela compró bonos de la deuda externa argentina, mandó médicos e ingenieros a Bolivia, financió escuelas de samba en el carnaval carioca y vendió petróleo subsidiado a Cuba y otros países del Caribe. Buena parte de Latinoamérica estrecharía lazos con la hasta entonces casi solitaria Cuba y coincidirían en espacios multilaterales como el ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América) propuesto por Chávez en oposición al proyecto de ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas, impulsada por EUA), la UNASUR (Unión de Naciones Sudamericanas) y la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños).

El interés por lo que pasa en Venezuela, sin embargo, debe pasar por un filtro de medios de comunicación sin neutralidad. Así se vio en el golpe de Estado de 2002, encabezado por el presidente de la federación venezolana de empresarios, rápidamente reconocido por España y Estados Unidos. En esa oportunidad, la televisión fue pieza fundamental en la dinámica del golpe, primero legitimando a las autoridades de facto al comunicar sobre una renuncia de Chávez que no había existido y después al silenciar la resistencia y retomada del poder de las fuerzas leales. Los manifestantes de febrero no ocultaban que el horizonte era sacar a Maduro del poder.

La desinformación y desconfianza en los medios, sin embargo, tampoco debe llevarnos a negar fuertes movilizaciones en un contexto de crisis económica y descontento de la población, que no es marginal y muestra un desgaste en la fórmula política que funcionó hasta ahora. Si bien los vínculos del núcleo impulsor de las movilizaciones con los golpistas de 2002 y las conspiraciones de Estados Unidos son innegables, el descontento hoy abarca también a parte de los que apoyaron al chavismo en el pasado. Algunos dirán que el chavismo dio mucho y ahora la gente pide más, otros que la corrupción y otros problemas que el gobierno bolivariano debía solucionar hoy lo corroen desde adentro. Lo cierto es que de la solución de esta crisis dependerá el rumbo de un país que puede mostrar caminos o atolladeros para el resto.

Si bien la oposición es liderada por hijos de empresarios de familias que siguen siendo poderosas, la clave de la situación parece estar en la fortaleza o fragilidad del vínculo entre el gobierno y las mayorías urbanas más pobres. El desabastecimiento y la inflación afectan a estos sectores populares más que a los barrios pudientes, palco principal de las movilizaciones. Como entiende la oposición que apuesta por la vía electoral, será con los que votaron por Maduro hace pocos meses con quienes se jugará la continuidad del gobierno.

En la oposición hay dos posturas. El ala dura es liderada por Leopoldo López Mendoza, que fue condenado e inhabilitado como candidato por recibir fondos de la empresa petrolera estatal (cuando ésta estaba dirigida por su madre), utilizados para fundar su partido. Hoy él está preso por encabezar la operación que buscaba explícitamente deponer a Maduro, y su apuesta es a todo o nada. El ala moderada es encabezada por Henrique Capriles, gobernador de Miranda, candidato en la contienda electoral de 2013 que siguió a la muerte de Chávez, en la cual fue superado por apenas un punto y medio porcentual. Sensible al marketing electoral, él se muestra ajeno a los Estados Unidos, abierto al diálogo y simpático con algunas políticas del gobierno.

La oposición venezolana siempre osciló en sus estrategias, participando electoralmente; apoyando el golpe; o impulsando un boicot electoral que la dejó varios años fuera de las instituciones. Hoy se divide entre los que buscan asimilar símbolos y propuestas del chavismo para llegar a las mayorías, y los que imaginan un escenario que combinaría la primavera árabe con la invasión de Irak y Afganistán. Posiciones como la del ex presidente Uribe en Colombia, senadores republicanos y Mario Vargas Llosa, desde los medios, podrían hacer imaginable una intervención externa presentada como lucha por la libertad. Pero más bien la cohesión de las fuerzas políticas mayoritarias en el continente garantizan hoy la continuidad de la democracia. Además, las fuerzas armadas no mostraron fracturas, una guerra con Colombia no está en los cálculos de este país y las barriadas populares siguen definitivamente con el chavismo.

Hay sectores políticos norteamericanos con influencia –como el senador americano y ex candidato a presidente Mc Cain- que de hecho llaman a invadir el país. Se saben los vínculos del Tea Party con el partido Voluntad Popular de López, y el propio gobierno de Obama destina presupuestos públicos para apoyar a la oposición del país. Pero la intervención es inviable con América Latina unida, a pesar de la fuerza de los medios de comunicación y de la importancia para Estados Unidos del petróleo de Venezuela, con las mayores reservas probadas del mundo.

Pero el escenario de conflicto está instalado. Como en una escalada donde ambos extremos se retroalimentan, imágenes políticas grandilocuentes inundan hoy parte del lenguaje político que pone palabras a la crisis. Del lado gubernamental parece vivirse una disputa por la paz, donde el socialismo se enfrenta al fascismo de unos pocos adinerados. Del lado manifestante se protagoniza una cruzada por la libertad contra una “dictadura castro-comunista”.

La palabra dictadura es bien conocida en América del Sur, y resulta difícil aplicarla a un gobierno que ganó 18 de 19 elecciones. Pero la respuesta al apoyo popular no podría atribuirse al socialismo, a pesar de una reforma de tierras osada y de mayor distribución de la renta. Justamente, la única elección que no ganó el chavismo fue la de un referéndum que buscaba reformar algunos artículos de la constitución introduciendo explícitamente el término socialismo. Si la participación electoral de la oposición desdibuja el rótulo de dictadura, el de socialismo tampoco parece adecuado, cuando por años se trató más bien de una ampliación del consumo que introdujo nuevos sectores al mercado de bienes capitalistas en una expansión vista con buenos ojos e impulsada desde el gobierno.

Como en otros países sudamericanos, el chavismo significó más capitalismo para muchos venezolanos. En este sentido, vimos como en estos años apareció la llamada “boliburguesía”, clase de empresarios “bolivarianos” que para nada se podría asociar en la lucha por el socialismo. Vemos sí que la multimillonaria clase empresarial que vivía del Estado y vacacionaba en Miami fue desplazada por nuevos empresarios, que también viven del Estado pero no se oponen al chavismo. Estos allegados blindados de la represalia gubernamental y al margen del panorama de exilios y boicot económico, son las condiciones de viabilidad del chavismo, pero también las trabas para avanzar con reformas estructurales. Representan una oposición de intereses en el debate interno y tienen que ver con la ineficiencia en la gestión de empresas estatales y la corrupción.

Un socialismo con expansión capitalista y una dictadura con gran apoyo mayoritario y fuerte oposición no son las únicas perplejidades de la situación venezolana. Fuera del país, llama la atención que quienes alzan su voz contra la supuesta dictadura sean fujimoristas del Perú, pro-paramilitares de Colombia o pinochetistas de Chile, no caracterizados por el apego a las leyes y libertades fundamentales; o incluso quienes apoyaron y saludaron los golpes más recientes de Honduras y Paraguay, vistos como nuevos gobiernos que alejaban a estos países de la influencia de Cuba y Venezuela, los dos fantasmas que recorren sudamérica.

Al mismo tiempo, si la izquierda en las últimas décadas estaba acostumbrada a ocupar las calles y movilizarse, ahora también se la encuentra en el gobierno o controlando el orden social con ayuda del ejército y la policía. La alianza entre militares y gobiernos progresistas es un importante elemento de esta época, articulado a un estatismo desarrollista que no era tan marcado en la izquierda de Latinoamérica, y sí se asociaba a un nacionalismo militar, que ahora es aliado a sectores que más bien eran blanco de represión y racismo institucional. Por otra parte, si los Estados Unidos y sus fundaciones conspiraban desde sus contactos en las fuerzas armadas y empresarios, ahora no descartan acercarse a manifestantes, escritores o blogueros que impulsan creativas campañas con consignas progresistas en Internet.

De este modo, si dejamos de lado la polarización entre socialismo y crítica al totalitarismo, encontramos que por ejemplo Henrique Capriles presenta como modelo a seguir al ex presidente de Brasil Lula da Silva, proponiendo mantener también los logros sociales de Chávez y venerando la figura de Simón Bolívar. Es marketing político, pero permitido por un modelo político que en el fondo no es nada hostil al capitalismo financiero y transnacional. A pesar de la retórica, y de escaramuzas diplomáticas frecuentes, en ningún momento Venezuela cortó fluidas relaciones comerciales con Estados Unidos. La propia integración latinoamericana es proyecto de soberanía pero también grandes negocios para las mayores empresas a cargo de obras ya planificadas en gobiernos de signo político opuesto.

La retórica anticomunista, dentro y fuera de Venezuela, parece así ser más bien escenificaciones para plateas propias, más que reacción frente al riesgo de una ruptura con el sistema, que la frágil correlación de fuerzas electorales y equilibrios internos en el chavismo parecen estar lejos de efectuar. El radicalismo bolivariano tampoco procede si vemos los movimientos de Maduro en restablecer relaciones diplomáticas con Estados Unidos y en llamar a un diálogo al que la oposición no radicalizada ha respondido. La creación de comunas locales y productivas convocadas por Chávez y que hoy se movilizan en defensa de Maduro, habla más de horizontes y posibilidades dadas por el concreto aumento de la participación social, que de cambios económicos estructurales en curso.

Por el lado de la continuidad, como rasgo común también a otros países, vemos que oponer neoliberalismo a más intervención social desde el Estado no necesariamente crea bases sólidas para evitar la amenaza constante de la crisis. Aunque Chávez reorientó positivamente hacia lo social los dividendos del petróleo, con lo que pudo disminuir la pobreza, la matriz económica exportadora común a los distintos países de la región -y más concentrada aún en Venezuela- es sensible a cualquier variación de precios internacionales y se muestra hoy blanco fácil para el boicot económico que está generando desabastecimiento. En cuanto a medio ambiente y territorios tradicionales con derechos colectivos, además, el ímpetu desarrollista no se distingue del modelo de sus rivales políticos.

Si al parecer no basta tener la mayoría para evitar una crisis política, tampoco resulta  suficiente la estatización para controlar las variables económicas. Es en este punto donde la situación de Venezuela abre interrogantes para el modelo político de toda la región. Los buenos precios permitieron prescindir de organismos internacionales de crédito y obtener así cierta independencia económica. Pero los presupuestos sobre desarrollo, expansión económica y explotación de recursos, sin embargo, aparecen como un consenso para los distintos colores políticos que si no es revisado amenazará territorios sin siquiera garantizar el bienestar de forma sólida e igualitaria para todos.