Necropolítica: un horror que despelleja
por Rossana Reguillo Cruz
Si las gotas de
lluvia fueran de chocolate”, cantaba y animaba a cantar a sus pequeños alumnos,
durante una balacera, la maestra Martha Rivera, en un kínder al sur de
Monterrey, una ciudad que vio desaparecer su vida cotidiana bajo las ráfagas de
secuestros y levantones y el aliento contenido por el miedo; era un mayo
caliente y malo de 2011; afuera la balacera, tracata tracata tracata ya duraba minutos que parecían horas; la
imagen de esa maestra cantando esa canción infantil, marcó un punto de
inflexión en mi comprensión sobre las violencias vinculadas al narco: lo
siniestro, esa casi siempre imperceptible transformación de lo familiar y lo
conocido, en algo amenazante, malo, terrible, trastocaba el paisaje nacional.
Nos fuimos llenando de símbolos y metáforas, de indicios y señales: una hielera
era un contenedor de una cabeza; una bolsa de plástico negro, sinónimo de
cuerpos mutilados; una cobija en la calle, un cadáver entregado en performances
macabras. Ya para esas fechas, ese 2011, el año cinco de la llamada “Guerra
contra el narco” que desató el infierno en México, estábamos curtidos de tanta
moridera; las decapitaciones y los narco mensajes clavados con cuchillos en los
cuerpos desmembrados, que venían arreciando desde el 2006, ensangrentaban la
geografía y enlutaban de terror a una familia, quinientas, mil, imposible
contar. Las fronteras del horror se iban recorriendo, avanzando, sin tregua,
haciendo colapsar cualquier posibilidad interpretativa; la racionalidad es hoy
una palabra extraña.
Vinieron las fosas
clandestinas, esos cementerios improvisados que la narco-máquina usa para
tirar, quemar, enterrar los cuerpos ya inútiles. Migrantes, albañiles, niños,
mujeres, jóvenes. La tierra los engulle y luego, en una suerte de bulimia, los
vomita, de a cinco, de a 72, de a 100 o 15 vidas rotas. Cuando la masacre de
Villas de Salvarcar en Ciudad Juárez en 2010, en la que un comando armado
asesinó a 16 jóvenes estudiantes en una fiesta, dijimos: hemos tocado fondo.
Cuando 13 jóvenes fueron secuestrados en una discoteca en la ciudad de México y
tres meses después, sus cuerpos fueron encontrados en una fosa clandestina,
hemos tocado fondo, dijimos. Y así en una espiral que parece no tener fin, cada
nuevo “caso” nos coloca frente a la evidencia, intolerable, de que la
descomposición de México avanza en una carrera que arrastra todo bajo su paso,
como un alud de lodo y detritus.
Julio César Mondragón
era un estudiante de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, junto con otros 119
compañeros inició el 26 de septiembre un viaje hacia la muerte absurda. Cinco
de sus compañeros permanecen en el hospital, gravemente heridos, uno de ellos,
con muerte cerebral; 43 de estos jóvenes están desaparecidos y hay indicios de
que sus cuerpos estaban en las fosas clandestinas que han sido “descubiertas”
en las inmediaciones de Iguala en el estado de Guerrero.
Julio César no está
desaparecido, fue localizado sin vida horas después del ataque por parte de la
policía municipal y grupos armados a los normalistas de Ayotzinapa. Julio
César, 19 años, estudiante de primer año en la Normal “apareció” sin rostro. En
un acto de barbarie inaudita, sus verdugos le sacaron los ojos y le desollaron
el rostro. No hay forma ni asidero, estamos frente a frente y sin mediación
alguna frente a lo que el pensador camerunés Achille Mbembe, llama la
“necropolítica”, esa economía de muerte que instaura un poder difuso y no
exclusivamente estatal, que se caracteriza por su poder de hacer morir y dejar
vivir. Hacer morir.
Ese día, los
estudiantes de la Normal Rural, “tomaron” tres autobuses de línea, con el
objetivo de trasladarse desde su municipio hasta Iguala, realizar algunos
boteos (colecta económica) para ayudarse a financiar su viaje a la Ciudad de
México, querían estar presentes en la mega marcha del 2 de Octubre que con
motivo de la masacre de estudiantes en 1968, se realizada cada año, sin faltar
uno. Pero se desató el infierno, fueron interceptados por patrullas de la
policía municipal, que empezó a disparar sin aviso alguno; los cercaron y
cuando estaban bajo una tormenta de disparos, un comando no policiaco, arribó
al lugar y completó la tarea. La información y los datos son confusos.
Un estudiante narra
que Julio César se echó a correr, tuvo miedo dicen. Era un “rapado”, es decir
un estudiante de primer ingreso (a los que se les corta el pelo a rapa), lo que
significa que tendría a lo sumo 3 o 4 semanas de ser alumno, en la que también
estudió el legendario Lucio Cabañas, el guerrillero, maestro normalista y jefe
del grupo armado “El Partido de los Pobres”, que desde Guerrero puso en jaque
al gobierno priista en los 70. Y es que las Normales, esas escuelas para formar
maestros populares han sido semillero de rebeldes e inconformes. Ideadas por
los gobiernos posrevolucionarios como dispositivos para masificar la educación,
las escuelas Normales Rurales son hoy uno de los pocos legados que quedan de la
Revolución Mexicana. Una de las hipótesis es que los señores del narco en
colaboración con las autoridades locales, policías y un presidente municipal
–que milita en las filas del Partido de la Revolución Democrática– hoy en fuga
y vinculado a los Guerreros Unidos, no están dispuestos a tolerar otro grupo
armado en la región, es decir el ERPI, el Ejército Revolucionario del Pueblo
Insurgente, una guerrilla que dicen, recluta sus cuadros en las Normales. Así,
dice la hipótesis, el ataque, asesinato y desaparición de los normalistas es un
“mensaje” del narco-estado a la guerrilla.
Gracias a varios
amigos pude finalmente hablar con un estudiante de Ayotzinapa; para la tercera
conversación ya me llamaba “tía”, me explica que así le dicen en Guerrero a las
personas cercanas. Raúl, así me pide que lo presente y hablé de él, viajó a la
ciudad de México el 8 de octubre para participar en la marcha y jornada
nacional #TodosSomosAyotzinapa. Hablé
con él varias veces durante su trayecto a México, dos veces más durante su
estancia –fugaz– en el DF. Está más enojado que asustado, sus “compas” en el
hospital son cinco; uno de ellos tiene muerte cerebral: “está con gas” me dice,
es decir con oxígeno y otro, tiene un balazo en la boca, no puede hablar. Y del
gobierno no hemos recibido nada de apoyo, ni un peso, dice. Enrique Peña Nieto
el Presidente que comenzó su mandato bajo el signo crítico de #YoSoy132, ese masivo movimiento
estudiantil y nacional que decidió decir basta al poder priista y al poder
mediático, entre otras cosas, sale a la televisión nacional a decir que está
indignado. Raúl se ríe cuando le cuento y me pide, por favor, si puedo ponerle
un poco de saldo a su celular.
No hay novedades, un
amigo periodista me dice que las nuevas fosas recién descubiertas están
blindadas, no hay manera de acercarse; pese al hermetismo se cuelan datos,
terribles. ¿Están desaparecidos, como siguen afirmando los padres?, ¿fueron
asesinados y llevados a las fosas clandestinas, como afirman algunos de los 34
detenidos? ¿fueron obligados a cavar su tumba y quemados vivos, como dice un
policía local que resguarda las primeras fosas descubiertas? Seguimos
acumulando muertes.
Sí, hemos venido
tocando fondo muchas veces, pero Ayotzinapa desnuda sin clemencia, la relación
descompuesta, podrida, vergonzosa entre los distintos poderes propietarios:
estado, gobierno, poder económico, partidos, fuerzas de seguridad. Ayotzinapa
es el rostro sin rostro de Julio César, el rostro que cubre un poder económico
que requiere una economía de muerte.
Puedo escribir los
versos más tristes esta noche.