Realismo de la potencia: por una nueva imagen de la organización política

por el Instituto de Investigación y Experimentación Política (IIEP)

El presente texto es un borrador de trabajo cuyo objetivo es fomentar en pocas páginas la reflexión en torno a algunos problemas que se nos plantean durante este 2015: ¿cómo convertir en agenda positiva el diagnóstico del nuevo conflicto social?; ¿cómo renovar desde nuestras prácticas actuales una perspectiva autónoma de intervención en la nueva coyuntura?; ¿cómo atravesar este año electoral donde se decidirá el destino inmediato de los procesos gubernamentales en curso, manteniendo abierto el desafío de investigación y organización política?


I.                  Opacidad estratégica

Una “opacidad estratégica”, como la llama Raquel Gutiérrez Aguilar, afecta la comprensión colectiva de la conflictividad social reciente. Son pocos los protagonistas del sistema político que prestan verdadera atención a este hecho salvo, ejemplarmente, la iglesia. Los síntomas, sin embargo, se multiplican durante los últimos años: desde las crisis recurrentes de las tomas de tierras –imposible de ocultar a partir de la toma del Parque Indoamericano y su resolución policial, represiva y racista– hasta los amotinamientos policiales de diciembre de 2013, pasando por la extensión de una violencia ligada al universo transa, que desafía –bajo el enfrentamiento sin disimulo– el desarrollo de las organizaciones sociales en los barrios.

Esta nueva conflictividad que se expresa con inusitada violencia especialmente en las periferias, conecta con la “segunda realidad” que Rita Segato ha descripto como dimensión que organiza y administra lo ilegal a través de las propias instituciones estatales y no en un afuera incontrolable. En todo caso, esa oscuridad que hizo más densos los territorios en los últimos años y que fue subestimada por quienes confiaban en una reparadora “vuelta del estado”, salpica al espacio de la representación política y perfora a las propias instituciones de las que se espera una respuesta.

De este modo, la opacidad aparece como la principal característica también de los conflictos que sacuden la coyuntura nacional. La permanente disputa por definir el valor de la moneda en relación al dólar, las escaramuzas con los “fondos buitres” por la reestructuración de la deuda soberana argentina, y las disputas al interior de los aparatos de inteligencia estatales que repercuten en las entrañas del poder judicial, ponen en evidencia la actuación de poderes velados cuya capacidad de intervención resulta decisiva.

Afirmar esto, lejos de legitimar la retórica de condena de la corrupción que extienden las derechas agrupadas en la llamada oposición política y los grandes medios, nos conduce a tomar nota del cambio de naturaleza que afecta a la mediación entre sociedad y estado. Hoy esa relación asume, por arriba y por abajo, una forma esencialmente financiera. La intermediación de las finanzas determina la constitución misma de lo social y lo político, comprometiendo la dinámica material de la vida colectiva contemporánea.

En síntesis, llamamos “opacidad estratégica” a la acción que los poderes consolidados durante estos últimos años ejercen sobre la trama social generando incomprensión colectiva, al menos en cuatro planos convergentes:

  • la creciente intermediación financiera de la sociedad invisibiliza los vínculos entre la creación y la apropiación de la riqueza social;
  • la dualidad de las instituciones privadas y estatales que se encargan de la regulación social (desde los bancos y financieras, a la policía y el poder judicial), entre una realidad primera, legal y eventualmente legítima y otra vinculada a la soberanía de hecho –impuesta por los poderes que mandan sobre los procesos de creación, circulación y apropiación privada de la riqueza colectiva–, constituye el estado de excepción que rige el comportamiento de las democracias contemporáneas;
  • la ultramediatización simplifica la complejidad del tejido social en estereotipos (“pibe chorro”, “migrante”, “narco”) de fácil consumo;
  • la desigual distribución del valor de la vida y los bienes, activa una guerra por la seguridad y permite atravesar los umbrales de violencia organizada en los territorios.


II.               ¿Una agenda negativa?

El problema con este diagnóstico del nuevo conflicto social, creemos, es que se presenta de un modo enteramente negativo. Hace falta imaginar cómo activar la potencia colectiva para revertir o reorientar este estado de cosas, donde prima la denuncia y el tono alarmista.

Mencionamos más arriba a la iglesia, potenciada por el rol del nuevo Papa, justamente porque ella tiende a difundir una descripción de la situación por momentos muy similar, tomando en cuenta las preocupaciones de las organizaciones sociales y constatando la impotencia o la complicidad del estado con elementos de violencia criminal, así como la necesidad de presencia y contención en territorios a los que no llega el estado, o llega con su rostro mafioso cuando no indiferente. En la medida en que la iglesia acompaña y ofrece protección (una especie de “paraguas” estratégico), su presencia recobra valor inmediato tanto en el conflicto territorial como en términos de realineamientos al interior del armado macropolítico.

Sin embargo, en el diagnóstico que presenta la iglesia no se lleva a fondo la crítica a la mediación financiera de lo social, que a la larga lleva a cuestionar la estructura concentrada de la propiedad. Al privilegiar la dimensión moral en su crítica del presente se tiende a desestimar el valor político que pueden adquirir los sujetos que protagonizan el conflicto social (campesinos pobres, migrantes, familias sin tierra y vivienda, trabajadores precarios), y a subestimar su capacidad de aportar elementos de constitución social y política autónoma. Cuando se restringe la complejidad de estos sujetos a su condición de víctimas, presentando a los pobres como figuras ascéticas sin poder de transformación social, se suprime la contracara de una rica potencia colectiva capaz de proponer alternativas de vida o de introducir resistencias prácticas. De este modo se está reencauzando el protagonismo plebeyo y anestesiando la intensidad de su politización autónoma.

La complejidad de la figura de Francisco tiene que ver con su interpretación de estos años de insubordinación plebeya y con los aspectos frustrados del ensayo de gubernamentalidad fundada en la participación de las organizaciones sociales. Su proyecto toma en cuenta justamente el protagonismo de estas organizaciones, a la larga minimizado por el kirchnerismo; pero tiende a complementar por medio de la consolación moral y contenedora el fenómeno de mediación financiera de la vida (los múltiples modos de consumo) que domina en los territorios y propone una nueva cristiandad como conjura al neoliberalismo. Proyecta así sobre el escenario global (al menos a Occidente) una gubernamentalidad más equilibrada fundada en esta interpretación del experimento llevado a cabo en la Argentina –y en la región– post 2001.

La ambigüedad de ese proyecto consiste en que, al mismo tiempo que reivindica la centralidad de lo social, lo modela en términos conservadores (en el centro de esta cuestión está la interpretación de las luchas por los derechos humanos y del cuerpo de las mujeres y los jóvenes), y lo articula a nivel macropolítico neutralizando los dinamismos populares disruptivos. 

¿De qué otro modo podemos imaginar el sentido del nuevo conflicto social, buscando superar los límites moralistas-victimistas de este planteo, a partir de una democratización radical de los dispositivos sociales, hoy sometidos a una compleja maquinaria de funcionamiento basado en una lógica rentístico-financiera?

III.           El problema de la autonomía

La crítica práctica, a diferencia de la canalla –que sólo pretende destruir para imponerse–, parte de los dilemas concretos, evita trabajar sobre el aire, como si se tratase de hacer doctrina. Lo que interesa es otra cosa: dar curso a un realismo de la potencia, para evidenciar la realidad en términos de problemas (no se trata de un realismo que simplifica y se resigna) y asumir las exigencias prácticas que se derivan de esa formulación (no se trata simplemente de un diagnóstico).

Esta aclaración viene a cuento porque una cierta referencia a la perspectiva autónoma ha intentado fijarla en un infantilismo, asociada al momento de la crisis del 2001. Más allá de la pretendida adultez con que ciertos discursos se orientaron a relegitimar las reglas de la representación política, es evidente que persisten y se inventan una cantidad muy grande de dinámicas con rasgos de autonomía, como un modo de afirmar experiencias que merecen ser desplegados de otro modo que como los formulan los razonamientos que se adecúan al orden. Estas evidencias constituyen nuestro punto de partida en la búsqueda de un nuevo horizonte de emancipación política, que nos permita atravesar el programa necesariamente acotado –si bien necesario– del reformismo estatal en un contexto de globalización neoliberal.

El saldo de la experiencia del kirchnerismo en el gobierno es ambivalente. Muchas de las retóricas e iniciativas que puso en juego carecieron, vistas en el tiempo, del correlato organizativo y territorial necesario para abrir vías materiales de transformación democrática. Esta limitación, que restringe los alcances progresistas de su prédica, se verifica en el hecho de que la inclusión social se efectúa por medio del consumo, en simultáneo a la expansión de los mecanismos de las finanzas y de las formas de explotación. En el mismo sentido, los avances y reconocimientos en lo relativo a la memoria y los organismos de derechos humanos, conviven con el consenso en torno a las políticas securitistas de articulación de lo social, que tiñen con contenidos clasistas y racistas las campañas de los candidatos con chances en el terreno electoral (incluyendo los del oficialismo).

Aun así, el gobierno persiste en su voluntad de dar pelea y marca diferencias: tanto a nivel nacional, con experiencias como la de la nueva gestión del Banco Central y la línea de investigación sobre dictadura, derechos humanos y finanzas desarrollada desde la CNV (Comisión Nacional de Valores) y PROCELAC como el intento por reformar los servicios de inteligencia; también en la conquista de autonomía política a nivel internacional. Pero el sabor es amargo cuando entrevemos los términos de una sucesión armada por derecha, en torno a Scioli, las burocracias territoriales del PJ y una trama oscura de gobernabilidad apoyada en última instancia sobre las fuerzas de defensa y seguridad.

En cuanto a las formaciones llamadas opositoras, en su gran mayoría, no son sino la representación de las élites tradicionales, cuyo impulso transformador consiste en administrar “republicanamente” los intereses duros y puros del capital. Más interesante resulta, en tanto síntoma, el crecimiento de los partidos de izquierda, aunque difícilmente hagan a un lado la costumbre de privilegiar sus anquilosadas estructuras y doctrinas, reduciendo las potencialidades de la lucha social. Estos años se desarrolló una amplia gama de experiencias a las que por comodidad podemos llamar “de izquierda independiente”–algunas más enfrentadas y otras más próximas al kirchnerismo–, que sintonizan con la sensibilidad de nuevos actores en los territorios, en las ideas y en la producción. Estas experiencias, algunas autopercibidas como colectivos militantes, otras como redes amplias de prácticas sociales, tienen el doble valor de renovar la lucha democrática y de sugerir balances más radicales sobre los desafíos políticos pendientes.

Pero es al calor de la conflictividad social del presente donde tendremos que elaborar las nuevas síntesis conceptuales y organizativas, en un intento por volver a enhebrar el eje horizontal de las luchas con el eje vertical de las tácticas políticas. Para ello, es clave recobrar la construcción de una subjetividad política autónoma. Cuando hablamos de autonomía, hoy, nos referimos a por lo menos dos cuestiones esenciales: generar las condiciones de una ruptura social con las estructuras de negocios que están en el centro de la acumulación capitalista; y elaborar una crítica práctica de la gobernabilidad contemporánea, y de su capacidad para bloquear las posibilidades de una democratización contante y sonante.

IV.           Una historia reciente

Luego de la última dictadura, la política popular recobró vitalidad gracias a un entramado de luchas que tuvieron la capacidad de crear nuevos valores, modos organizativos y formas de protesta. En este sentido, fueron ejemplares las organizaciones de derechos humanos y las luchas de los trabajadores pobres que culminaron en la conformación del movimiento piquetero. Ellos se convirtieron en los vectores de impugnación de las políticas neoliberales, agotada toda confianza en el sistema bancario y en los partidos políticos.

Tras la crisis, volvió la política en sus formatos más habituales, aunque con contenidos estatistas y redistribuidores. Esta normalización supuso una importante novedad, junto a una contradicción eminente: cierta porosidad de las instituciones respecto de las luchas desarrolladas durante el período previo, junto al fortalecimiento del modo de acumulación con eje en el mercado mundial y las finanzas (neodesarrollismo/neoextractivismo). En el mismo período asistimos a una ambivalente mutación de lo social, motivada por las políticas de ampliación el consumo masivo. Decimos ambivalencia porque se ha puesto en acto una vía de inclusión, que sin embargo consolida jerarquías y esparce como nunca antes la mediación de lo social por lo financiero.

El ciclo de gobiernos progresistas de América del Sur atraviesa un dilema de estancamiento: o bien estos gobiernos profundizan su dinámica neoextractivista, generando con ello una intensificación de las condiciones de violencia estructural para mantener los niveles de consumo vigente, o bien le ponen límites a estas formas distributivas y financieras, que son el pilar de su legitimidad política. Por su parte, el desplazamiento de la hegemonía hacia China del mercado mundial puede dar lugar a una recolonización feroz de las economías periféricas, o puede abrir espacio para un juego pragmático de nuevo tipo, que cuestione la arquitectura financiera global que disciplina y atenaza procesos sociales.

Rechazar la obediencia a las finanzas globales es la condición fundamental, tanto en el plano local, como en el regional y la globalidad, de una dinámica de democratización popular que exceda la matriz neodesarrollista y la retórica nacionalista. Esta es una discusión no sólo sudamericana, sino que también se torna intensa hoy en el Sur de Europa.

V. De la investigación militante como organizador político

La investigación política colectiva puede ser relanzada, si logra fundirse al dinamismo de nuevos sujetos sociales. Resulta necesario, entonces, despojarse de dogmas, jergas y sectarismo, evitando la autocomplacencia que esquiva las tareas prácticas planteadas por el nuevo conflicto social. Una nueva imaginación política es inseparable de la elaboración de estrategias al interior del conflicto y, por tanto, del problema de la organización y la creación de dispositivos eficaces para la lucha, la mediación y la auto-defensa.

Este problema de una nueva imagen de la organización política se plantea ahora a partir de la maduración de luchas locales, de investigaciones transversales, de experiencias con instituciones y de la constitución de redes complejas que operan en diversas escalas. Plantear el problema de la organización supone asumir sin ambages el carácter múltiple, vivo y crítico del protagonismo que se pone en juego en la nueva conflictividad social. Organización y cartografía del conflicto van juntos, como capacidad de actuar en planos heterogéneos, sin aspirar al ideal imposible de una síntesis última en el poder del estado.

Buenos Aires, abril de 2015