¿Qué alumbró la tragedia de Páez?
por Diego Picotto
La pregunta formulada
por los compañeros de La Taba: ¿qué
alumbró la “tragedia de Páez”, cuando se incendió uno de los miles de talleres
textiles que con disimulo alberga la ciudad de Buenos Aires cobrándose la vida
de Rolando y Rodrigo, de 6 y 10 años? Algunas impresiones
producto del pensamiento colectivo y un puñado de caracteres para responderla.
Vamos al grano.
Alumbró,
ante todo, las condiciones intolerables en la que trabaja y vive una
significativa parte de la población, en su mayoría migrante. Extraoficialmente,
en el caso de los talleres textiles, se calculan alrededor de 300 mil costureros
que trabajan en condiciones de extrema explotación: en espacios precarios, de
14 a 16 horas diarias por una paga exigua, en general por pieza. Es trabajo
sumergido e invisibilizado; son vidas sumergidas. “Sumergido quiere decir –precisa Diego
Sztulwark, integrante del Instituto de Investigación y ExperimentaciónPolítica– que el
capital hunde a un amplio arco de trabajo no formalizado –el de costurero es un
ejemplo prototípico, pero no único– en la suma precariedad, en la informalidad
y en la ilegalidad. Ese estado ‘sumergido’ opaca y precariza las formas de
vida”. Los costureros hiperexplotados son un componente entre otros
de un nuevo subsuelo (aun no sublevado) de la patria; una realidad tan
elocuente de nuestra ciudad que es increíble que permanezca ausente en el
debate político-electoral. De ahí que la Asamblea –discutiendo la idea de
clausura y cierre– proponga abrir los talleres.
Alumbró,
también, la otra cara del taller, aquella que lo inscribe en los circuitos de
producción y consumo de la ciudad, una cadena de valor de la que participan
grandes marcas, talleres tercerizados, un empresariado informal y miles de
trabajadores y trabajadoras migrantes. Como afirma el primer comunicado de laAsamblea: “Estos
circuitos son extremadamente rentables gracias al trabajo migrante que
explotan, los que abaratan y posibilitan la vida en la ciudad para buena parte
de la población. Justamente la que no consume en los shoppings, aun si las
prendas textiles que allí se venden son producidas en idénticas condiciones que
las que circulan en las ferias populares”. Los talleres y los
costureros son el eslabón más débil de una cadena que conduce a La Salada o al
Shopping tanto como a las políticas de inclusión social vía consumo que priman
desde hace más de una década. Es éste, entonces, un segundo modo de abrir los
talleres: visibilizar en qué medida todos/as nosotros/as, por el hecho de estar
vestidos, tenemos algo que ver con destinos como el de Rolando y Rodrigo.
Alumbró,
en ese sentido, que en tanto componente vulnerable pero fundamental de esa
cadena productiva, los talleres alimentan una pujante economía popular que
funciona como base dinámica de las referidas políticas de inclusión vía
consumo, no sólo en los estratos medios y altos de la sociedad, sino también en
los sectores populares. Sin embargo, del cierre de los talleres a las topadoras
de La Salada, esta economía popular es continuamente criminalizada. Se prioriza
una legalidad que los ilegaliza, que los clandestiniza; cuando lo que en verdad
se está clandestinizando es un factor fundamental de nuestra economía. Porque
si otra cosa alumbró este proceso es el vacío legal respecto de esta economía y
de sus modos de producción. “Por
esta razón –se dijo en la Asamblea– nos parece fundamental que no se criminalice el
consumo popular y que no se pida la represión sobre la informalidad. Por dos
motivos: primero porque se ataca a las redes que hacen posible el consumo en un
contexto de inflación y de condiciones hiperprecarias de empleo. Por otro,
porque cuando se organiza la persecución sobre los ilegalismos populares lo que
se activa es la persecución racista de los pobres”. Por eso una
ideas/consigna de la Asamblea es sacar del gueto a la economía popular.
Alumbró
también aquello que las feministas advierten hace mucho: que nada hay más
político que el modo de nombrar. Se trata de la relación entre las palabras y
las cosas, entre el lenguaje y la política. Una política es, entre otras cosas,
un determinado modo de nombrar. La Asamblea ensayó desde un primer momento
poner en cuestión ciertos clichés: las ideas de “trabajo esclavo”, de
“clandestino”, de “ilegal”, de “víctimas”, dado que todas estas, más que asumir
la complejidad material de la cuestión, convocan a políticas moralistas y
represivas. Esta “segunda” reducción a la servidumbre, operada ahora por el
discurso, le quita la voz y las razones de su hacer a los trabajadores. “Se
borra así la productividad concreta de los trabajadores, sus ansias de progreso
y sus esfuerzos, y se reinterpreta esta vitalidad social como puro sometimiento
y sumisión”, advierte la Asamblea. En contraposición, Verónica Gago propone
leer el cálculo que opera sobre esa red de prácticas y saberes que dan vida al
taller y que evidencia la existencia –o, más bien, la persistencia– de un
neoliberalismo desde abajo: “el
cálculo es la matriz subjetiva primordial que funciona como motor de una
poderosa economía popular que mixtura saberes comunitarios con un saber hacer
en la crisis”. (La Razón Neoliberal, Tinta Limón Ediciones, 2014).
“Trabajo esclavo”, “taller clandestino” se dicen desde afuera y estigmatizan al
trabajador y a su trabajo. Una vez más la idea de abrir el taller refiere tanto
a la idea de abrir los ojos ante la problemática como a ser –libre de estigmas
y prejuicios– sensibles a sus razones y lógicas de funcionamiento.
Alumbró,
por ello, los límites y peligros de la “denuncia” que, partiendo de la moral y
la buena conciencia ciudadana, alcanza el racismo sin mayor mediación, tal como
vivimos en 2010 en torno a la ocupación del Parque Indoamericano (y que un
grupo de investigadores sociales condensó en la noción que da título a la
publicación: Vecinocracia). Años antes, en el primer libro que analizó los
talleres textiles, De Chuequistas y Overlockas (Tinta Limón Ediciones, 2011),
se advertía sobre los límites de la denuncia: “La denuncia no aporta a comprender la complejidad
de las cosas ni ayuda a salir de la simplificación en que normalmente se cae.
En general es tan exterior que no sabe aliarse con las y los costureros, con
sus necesidades concretas ni con sus ilusiones rotas. Falla ese modo de encarar
el problema”. Aquí el contrapunto es tanto con La Alameda (que más
allá de reconocerle el esfuerzo por señalar las complicidades entre poder
político, policial, judicial y empresarial, ha hecho de la denuncia moral del
taller un apostolado) como con los vecinos deseosos de denunciar una realidad
que les es extraña y de la que temen “por vivir al lado”. Y especialmente con
los grandes medios de comunicación y sus festines de simplificación y
estigmatización. “Villas, narcos y talleres”, derrapó uno; “Mafia, esclavitud y
muerte”, precisó otro. Pero en el caso del incendio del taller de la calle Páez
al que aludía la nota, no hubo “villas”, ni “narcos”, ni “mafia”, ni
“esclavitud”. Sí laburantes migrantes cuyos hijos murieron, centralmente, por
el lugar que les tocó en suerte en la división global del trabajo. Pero ¿qué
otra cosa sino el racismo y la ignorancia –que usualmente van de la mano– unen
estas imágenes? Lo confirma el informe en el lugar de los hechos en donde la
voz cantante la lleva la clase media que denuncia a los “criminales” y persigue
a los talleristas y costureros, mayormente migrantes. “Hay que evitar una ‘caza
de brujas’ sobre los trabajadores migrantes, sobre los feriantes y sobre
quienes, desde abajo, construyen el derecho a una ciudad más justa”, enfatiza
la Asamblea.
Alumbró
los límites y peligros, también, de cualquier justificación “culturalista” o
apelación a la “tradición milenaria” de estas condiciones infra-humanas de vida
y explotación. Acá la discusión es centralmente con la principal organización
de la comunidad boliviana en Argentina, con la Asociación Mutual ACIFEBOL
(Asociación Civil Federativa Boliviana), con su principal dirigente, Alfredo
Ayala, y con la red de radios que sostienen la estructura actual de talleres y
a sus dueños. Es justo reconocer que tampoco es una cuestión que desvele al
gobierno Plurinacional de Bolivia, ni a su embajador, ni a sus 10 cónsules en
Argentina (es comprensible que ni quieran imaginar la posibilidad de que, en
lugar de las remesas de dinero, lo que cruzase las fronteras fuera la masa de
paisanos que en las últimas dos décadas migraron en busca de trabajo).
Alumbró,
al mismo tiempo, los límites y peligros del esquema de víctimas y redentores,
de las soluciones pre-moldeadas, de las políticas basadas en reclamos genéricos
al estado, de la reducción del problema al hallazgo de funcionarios culpables
(que sí los son de permitir esas condiciones de laburo, de la muerte de estos
niños, del segundo incendio ex profeso deberían ir sin duda en cana). Y alumbró
que hoy, como ayer, la lucha y los modos de organización que se vayan gestando
deben producir al mismo tiempo los anticuerpos necesarios para neutralizar los
intentos de instrumentalización de los conflictos, así como el “jetoneo”, la
retórica vacía y los lugares comunes e improductivos de la militancia popular y
de izquierda.
Alumbró,
por ello, la necesidad de asumir la complejidad de la cuestión, sus múltiples
capas. Y la ineludible tarea de articular las diversas experiencias que ponen
sobre la mesa la gramática de los nuevos conflictos sociales en la ciudad.
Y lo que ya es
sabido: alumbró
una nutrida y potente asamblea de organizaciones, vecinos y vecinas e
instituciones que periódicamente en La Cazona de Flores (Morón 2453) intenta
elaborar, pensar, intervenir con voz propia en la situación de los talleres
textiles. Lo arriba expuesto no es más que
una reseña de lo que allí sucede y no desea ser otra cosa que una invitación a
formar parte.
(Fuente:
www.lacomuna7.com.ar)