Componerse con la ciudad

por Pablo Sztulwark



 “Es lícito comparar, y no de manera metafísica (…) una ciudad con una sinfonía o un poema; son objetos de una misma naturaleza. Posiblemente más preciso aún, la ciudad se sitúa en la confluencia de la naturaleza y el artificio (…) Es a la vez objeto de naturaleza y sujeto de cultura, individuo y grupo; vivido y soñado, la cosa humana por excelencia”.
Claude Levi-Strauss, Tristes Trópicos.

En las primeras páginas de este libro planteábamos que el campo del proyecto se estructuraba sobre algunos interrogantes fundamentales. Uno de ellos se refería al aspecto material de toda construcción, es decir a aquella manipulación material que involucraba dimensiones tanto técnicas como simbólicas. El otro interrogante constituía a la ciudad como la escena primordial donde transcurre la vida social humana.
Ciudad y civilización, tal como indica la etimología, son dos conceptos emparentados. Los modos de hacer ciudad son también modos de hacer cultura. Esta es la razón por la cual el rol de los arquitectos y diseñadores es fundamental para indagar en los modos de habitar que presenta una cultura, puesto que la tarea de ambos tiene directamente que ver con la construcción de un mundo de sentido.
En esta pregunta por la materialidad de la vida, nos detenemos ahora en la ciudad. No vamos a hacerlo al modo de un tratado acerca de las formas urbanas, ni a la manera de una historia de alguna ciudad determinada. Vamos a presentar más bien una serie de reflexiones organizadas bajo la forma del ensayo y a desarrollar algunos conceptos. Estos conceptos, además de ser enunciados sobre la ciudad, con todo lo que esto supone, pueden oficiar de cañamazo para desplegar una práctica pedagógica.
Podríamos comenzar diciendo que la construcción del mundo cultural se produce desde la materialidad del proyecto mismo. Formas y espacios se articulan con un mundo cultural preexistente y resignifican ese mundo convirtiéndolo en un nuevo universo de sentido.
La ciudad es la condición material por excelencia del relato urbano y se expresa en materialidades múltiples y cambiantes, que como dice Jorge Sarquis constituyen una cultura material. Todas las disciplinas del Diseño actúan de forma indistinguible a la manera de una polifonía para construir el mundo urbano, pero debemos recordar que construir y habitar son procesos sociales: no se habita sino con los demás, y la ciudad es el espacio de “lo común”. Por eso los procesos de la construcción material del mundo humano son consecuencia de múltiples factores y actores proyectuales que equivocadamente considerábamos subsidiarios de la Arquitectura y el Urbanismo, pero que hoy resultan difíciles de separar de la dinámica de la construcción de la materialidad urbana y que conjuntamente van produciendo lo que conocemos como segunda naturaleza o naturaleza construida. Así pensada, la ciudad es producto del despliegue de la vida misma, y no de la mera acción del diseñar.
Por un momento, dejemos de pensar en términos de diseñadores y no diseñadores para reflexionar acerca de esa construcción colectiva que es la ciudad misma. Seguramente de las obras que ha construido el hombre la ciudad sea la más grande y compleja. Desde la Antigüedad, la actividad urbana, modelada según cada cultura, fue el epicentro del movimiento y el cambio de la vida social. Por eso dentro de nuestras reflexiones nos interesa considerar a la ciudad como algo que se emancipa siempre de su formalidad en el plano. La construcción material de ese escenario de la vida va a ser ahora el centro de nuestra atención y el foco de acción y pensamiento en el campo del proyecto.

El continuo

Podríamos usar una magnífica imagen que nos ofrece Spinoza[1] en la que lo real se define como todo aquello que se causa a sí mismo, es decir, que no está determinado por nada exterior a sí, y a la vez como aquello que se está haciendo todo el tiempo. A esto lo denomina “causa sui”. Aquí podríamos utilizar la palabra real o la palabra naturaleza.
Vamos a intentar hacer una analogía con la ciudad y concebirla como esa realidad material que está en perpetuo autoengendramiento, la dinámica con la cual podríamos componernos.
Definir de este modo a la ciudad es convertirla en objeto de composición y fuente de conocimiento. Y esto nos permite volver a las palabras de Levi-Strauss: una ciudad es a la vez objeto de naturaleza y sujeto de cultura. La realidad urbana, percibida como naturaleza por el hombre, es una construcción social de enorme complejidad que se encuentra, precisamente, naturalizada, es decir, homologada a lo natural. La ciudad se revela ante el hombre que vive en comunidad como uno de los modos primarios de la naturaleza social, o sea, como el modo más palpable de la realidad. Como veremos, esa realidad no es una e inmutable sino que está en construcción permanente. Lejos de ser un escenario dado, la ciudad se hace de capas en movimiento, y esas capas en movimiento constituyen una dinámica. Es condición de lo humano ser parte de esa dinámica, ser actor y a la vez hacedor de la ciudad en sus múltiples dimensiones.
La ciudad, desde esta perspectiva , podría ser ese continuo factible de ser percibido en sus distintas dimensiones. La ciudad puede ser vista como  una física, como una organización material, también es posible concebirla como una geometría, como una morfología, y ser entendida, por supuesto, como una estética y una sociología. Pero además, puede ser vista como una poética, como un cuerpo que va produciendo su propia lengua, un devenir que contiene un ritmo a la manera de una música. Como decíamos, una polifonía.
La ciudad es ese continuo donde la vida va construyendo mundo. Por eso pensamos a la ciudad como fuente de conocimiento y objeto de composición, particularmente para nosotros, arquitectos y diseñadores.
La ciudad está ahí para ser interrogada, y en esa interrogación la ciudad nos afecta al mismo tiempo que resulta afectada. La afección de la ciudad es un modo del conocimiento en el que vamos a detenernos, y la mirada es la herramienta fundamental en ese acercamiento. Esa es la razón por la cual partimos de la mirada, o más bien de las miradas, que son múltiples y que condensan un conjunto de operaciones y procedimientos con los cuales construimos el mundo, o construimos mundo. Si nos referimos a la ciudad, mirar no es aplicar el ojo a un dispositivo técnico para descubrir algo que estaría vedado a la mirada “natural”, sino abrir la sensibilidad, descubrir nuevos modos de sentir y pensar cada una de las configuraciones urbanas que se abren ante nosotros.

Formas de mirar

Todas las disciplinas que forman parte de nuestro campo están presentes en la ciudad. Si sacáramos una foto al azar mientras caminamos por la calle, en esa imagen podríamos reconocer la interacción de todas ellas. Y si multiplicáramos el ejercicio, en una sucesión de fotos aparecerían los diversos diseños con diferente grado de intensidad construyendo mundo. Si quisiéramos poner el énfasis en uno de los diseños en particular, aun si voluntariamente pretendiéramos aislarlo, nunca lo hallaríamos  en estado puro. Parece imposible encontrar un diseño actuando en soledad, y cuando observamos los diseños, siempre asistimos a su interacción. Solo una mirada pre-constituida en lo disciplinar puede operar sustrayendo una disciplina del Diseño.

INSERTAR FOTO ANA AMOROSINO

En otras palabras, una disciplina del Diseño no está situada en un determinado lugar de la ciudad para cumplir una función específica, sino que ocupa un determinado lugar, desempeña la parte que le toca en una construcción de sentido general. Diseño y arquitectura están presentes en todas partes e, insistimos, a la manera de una polifonía: desde las fachadas de los edificios hasta la elección del embaldosado de las veredas, desde la señalética que orienta o desorienta transeúntes hasta las gamas cromáticas que fundan su identidad, una ciudad habla en múltiples sistemas de signos.
No hay diseño que no esté incluido en el mundo espacial. Al mismo tiempo, cada uno de los diseños contiene de algún modo a los demás. Y cada objeto que nos rodea podría ser una prueba de ello. Por ejemplo, si me detengo en la ventana que está frente a mí, puedo preguntarme a qué mundo pertenece, si al del Diseño Industrial, si es un objeto de la Arquitectura, si es parte de la imagen del edificio, si pertenece al mundo de la comunicación o a cualquier otro mundo del diseño. Y sucede lo propio con cualquier objeto del Diseño Industrial que pueda contemplar en una fotografía. Por más que la conciencia del diseño a una escala tan vasta (en la inmensidad de lo grande y en la vastedad de lo pequeño) sea relativamente reciente, éste se presenta en la urbe desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, fue la Modernidad la que hizo foco en el diseño como práctica, y esto sucedió porque primero había problematizado a la ciudad misma.

Esa misma Modernidad nos había habituado a concebir la ciudad como un determinado modo de la organización material de lo existente en conglomerados humanos supernumerarios. Para esa mirada sobre la ciudad, el concepto clave es la planificación, la organización y la administración de lo existente. Lo que escapase a la planificación, lo espontáneo, aquello perpetuo producto de la vida y que nunca se detiene, no era tomado en cuenta por las estrategias de los Estados nacientes. De allí que esta mirada centralista y planificadora jerarquizara los lugares y los recorridos. En Ficciones de lo habitar pusimos en cuestión este concepto de planificación que es nodal en las estrategias macropolíticas modernas, y lo hicimos apelando a algunos conceptos de la psicoanalista y curadora brasileña Suely Rolnik.
Rolnik diferenciaba dos modalidades de captura de lo existente a través de dos tipos de mirada radicalmente distintos: la mirada cortical y la mirada subcortical. La  cortical es aquella asimilable a la mirada “objetiva”, distanciada, en cierta medida desapasionada. Es la mirada moderna por excelencia, la exigida y enseñada en las instituciones disciplinarias. La mirada subcortical, en cambio, proviene de las vísceras, como hermosa metáfora para decir que se estructura desde el cuerpo, desde esas vivencias y experiencias corporales que determinan una forma sensible de leer lo existente. La mirada subcortical supone abandonar la contemplación fría y distanciada, mirar según la afección del mundo, poner en primer plano la subjetividad en la consideración de lo que se mira.
Recuperando estos dos tipos de mirada y aceptando cierto grado de esquematismo en su presentación, podemos distinguir dos modos de relacionarnos con lo urbano. Un primer modo, acorde con la mirada cortical, jerarquiza y pondera los lugares en función de una supuesta importancia (histórica, cultural, simbólica). El segundo modo, acorde con la mirada subcortical, sería aquel que está abierto a la contingencia, que da primacía a las situaciones y a las vivencias singulares de la vida de la ciudad. Y si distinguimos estos dos modelos, no es para privilegiar uno sobre otro, sino para reconocer distintas modalidades de entrar en relación con el mundo, de la misma manera en que, cuando nos referíamos al enseñar, reconocíamos los dispositivos jerárquicos modernos y también nos deteníamos en aquello que Deleuze denominaba composición con el mundo como forma de aprender. Enseñar, aprender y construir son procesos paralelos y hermanados.
Considerando aquello que denominamos realidad, habíamos visto también cuán fértil resultaba la idea de Spinoza acerca de lo real como “causa de sí", como perpetuo autoengendramiento, pues lo real es, según esta mirada, un devenir. Y esa dinámica que es lo real mismo, que se conecta con nuestra idea de realidad, también está en continua metamorfosis. La realidad tiene una materialidad tan mutante como la materialidad urbana: por eso podemos decir que la realidad urbana es perpetuo autoengendramiento, y que entonces forma parte de “lo continuo”.
            Sin embargo, las primeras miradas que nos legó la Modernidad respecto de cómo considerar la ciudad eran precisamente lo inverso de esta idea de “causa de sí”. La Modernidad, que en los distintos contextos estaba interesada en construir una historia nacional anclada en hitos espaciales concretos y definidos, propuso un enfoque que podemos asimilar claramente al concepto de mirada cortical. Esa primera problematización moderna de la ciudad nos legó dos modos de pensarla, dos perspectivas que se corresponden con la reacción ante esa multiplicidad de factores complejos que significó, tras la primera Revolución Industrial, la afluencia de poblaciones periféricas hacia los centros urbanos.
La primera de esas perspectivas es la que considera a la ciudad como un objeto de estudio al cual hay que se acceder como conjunto de conocimientos para luego actuar sobre ella. Es una concepción que supone primero un relevamiento y luego cierta acción sobre la materia relevada a fin de obtener determinados resultados. Desde ese punto de vista, la ciudad es una estructura de relaciones que pueden ser pensadas, planificadas y previstas. Pero podríamos inferir que cualquier planificación o concepción fuera del autoengendramiento, que se le impone al autoengendramiento, es la producción de un “discontinuo”.
Así, en un ejemplar singular de la Enciclopedia Británica, una entrada relataba las aventuras y desventuras de Tlön, y otro texto toda su mitología, su cultura, arquitecturas y lenguas. Y bajo este afán descriptivo, el cuento de Borges no hace sino narrar la vida imaginaria de una ciudad inexistente. La descripción en todos los detalles, en todas las minucias, no puede ser sino otra forma de la ficción.
La segunda mirada, también de cuño moderno, tiende a ver a la ciudad como a un organismo vivo en perpetua metamorfosis. En un linaje spinoziano, la ciudad se ve como una entidad en perpetuo autoengendramiento, pero en el sentido en que puede ser autoengendramiento la misma naturaleza. Así como la naturaleza es en Spinoza “causa de sí”, la ciudad tiene una dimensión de “causa de sí” en la medida en que podría homologarse a la naturaleza del hombre. La comparación que fue tan propia en la Modernidad entre ciudad y organismo no solo tiende un puente entre una construcción humana y algo dado del orden de lo natural, sino que también supone que la ciudad es el medioambiente “natural” de los seres humanos, su modo más básico e instintivo de vivir juntos, y que por eso la ciudad debe ser tratada como un continuum de lo natural.
Desde esta perspectiva, la acción de quien está trabajando sobre la ciudad o reflexionando sobre ella se deriva de cómo está implicado en ese derrotero, en esa dinámica, de cómo se involucra funcionalmente con ese organismo que es la materia urbana misma. Ya no se trata aquí del punto de vista de una planificación desapegada u objetiva: esta segunda mirada supone pensar a la ciudad envuelta en los propios ritmos y atravesada por las propias dinámicas y producida por sus propias temporalidades.
Es en este sentido que nos interesa sumar a nuestra reflexión las ideas de Henri Meschonic, pensador francés que inscribe su pensamiento en la filosofía de lo continuo, es decir en esa tradición filosófica que discute con la herencia de la metafísica griega de raigambre platónica. Para esta tradición, se plantea un primer problema en los discontinuismos que jalonan la historia del pensamiento occidental, desde la teología política al contractualismo liberal, desde la filosofía de cuño heideggeriano al estructuralismo como modo “científico” de organizar ciertas ciencias humanas. El problema es que todas estas formas de mirar dividen el mundo entre un campo privilegiado y otro de menor jerarquía, y que dentro de este último suele quedar la materialidad corporal y la heterogeneidad de lo sensible. Meschonic critica precisamente este aspecto del pensamiento discontinuo: que privilegia un eje de la existencia y luego deriva el resto de él, como si fuera causa de un efecto necesario. Aun más: Meschonic invierte la relación lenguaje-cuerpo para afirmar el vínculo cuerpo-lenguaje. La lengua, entonces, ya no es para él una matriz semiótica-sintáctica que “explicaría” un mundo dado; por fuera de toda prefiguración: ve a la lengua como una corporeidad poética y rítmica en la que el signo nunca es sino contraparte del ritmo, ya que éste es su corporeidad. La lengua se constituye en y con la realidad.
Entonces, partiendo de Meschonic, podemos ver a la ciudad en sus continuidades, es decir, por fuera de las prefiguraciones y representaciones, por fuera de las “ideas” previas, de modo tal de intentar percibir el continuo de su sentido no traducible semánticamente sino bajo la forma de sensibilidades, como potencia autora de su propia lengua. Si consideramos que hay una relación entre el continuo que es la vida, el mundo y la ciudad, podemos considerar también que la vida misma construye la ciudad y arma ese sentido que va cambiando incesantemente, sin idea de trascendencia como plan prefigurador que “baja”, o se aplica, a una realidad sensible.

Contexto

Si delineamos estos distintos tipos de mirada, es por dos razones específicas. Una de ellas responde a que son producto de la Modernidad, interesan en la medida en que suponen la primera conciencia de sí de la ciudad y están en el origen de aquellos estudios que constituyeron ese urbanismo arcaico –aunque moderno– del cual el urbanismo actual es heredero. En segundo lugar, porque son perspectivas muy naturalizadas aun fuera del campo específico de quienes realizan estudios sobre la ciudad, y por ende, tienen efectos concretos en múltiples prácticas que se desarrollan en la urbe, y no solo en aquellas que se relacionan con la planificación misma. Delinearlas nos permite comprender por qué se implementan ciertas estrategias y por qué se dejan de lado otras.
              El hecho de determinar estrategias tiene que ver con el concepto de jerarquización. Por esa razón señalábamos que el urbanismo moderno se estructuraba alrededor de una idea de planificación que jerarquizaba diferentes espacios sobre otros. De un modo paralelo a cómo se organizaba ese conocimiento moderno y disciplinar, así se organizaron los espacios. Y por eso nos interesa  traer el concepto de sabiduría que nos ofrece François Jullien en su libro Un sabio no tiene ideas. Este concepto de sabiduría consistía en tener varias ideas en juego sin que ninguna primara sobre las demás, sin que hubiera una jerarquía de ideas sino un equilibrio entre múltiples puntos de vista que abrieran una nueva instancia de consideración de lo existente. Ese sabio no “poseía” ideas, por lo tanto no se arrogaba un saber acerca de lo real que permitiera dictaminar sobre él, es decir, jerarquizar y –por qué no– planificar. Más adelante desplegaremos las ideas de Jullien de manera más directa, pero nos es necesario adelantar algunos planteos básicos para aproximarnos a estos problemas.    
              Poner en cuestión la planificación es, por lo tanto, intentar no romper el continuo sino componerse con él, es decir, permanecer abierto a ese fondo del mundo. No tener ideas, si pensamos en el espacio urbano, podría significar no privilegiar en el sentido de las jerarquías, no plasmar sobre el mundo visiones preconcebidas, manteniendo sobre esa materialidad una visión abierta y sin posiciones fijas. Dicho de otro modo, dejar por un momento de lado todas aquellas ideas que en la Modernidad sustentaron las prácticas de planificación urbana.
Observo la ciudad, la conozco, puedo hacer, por ejemplo, un estudio acerca de cómo está estructurada.  Pero eso que parece conocimiento sobre la ciudad es solo una lectura que deja afuera a otras, en la medida en que parte de un punto de vista fijo. De aquí nuestro interés en volver a Jullien para intentar que nuestros acercamientos iniciales no partan de un punto de vista predeterminado, pues esa primera mirada, por más despojada que parezca, ya incluye un saber que es organizativo del modo en que esa mirada se vuelca sobre el mundo. Es lo que sucede cuando, considerándome afuera de un determinado objeto de estudio, lo tomo, lo clasifico y lo organizo. Sucedería con cualquier objeto, pero es particularmente claro con la ciudad: si ese objeto que tomo entre mis manos es la ciudad misma, dejo necesariamente afuera otras dimensiones que resultan tan importantes como aquellas que elegí como punto de partida. Este problema es central para la consideración de la Arquitectura y los Diseños, pues la palabra “contexto” pasa a referir a una composición de extrema complejidad. Lejos de ser un “marco”, eventualmente un escenario dado, el contexto me involucra y me convoca desde el mismo acto de componerlo. El contexto, de hecho, es una forma de la mirada. Por eso también es una forma de la afectación. Si el entorno físico puede ser establecible, el contexto me incorpora, me interpela y me hace imprescindible.

La ciudad, una experiencia espacio-temporal

Si nos preguntamos por la materialidad de la ciudad, encontramos dos atributos primordiales que la constituyen. Ellos son la espacialidad y la temporalidad, pues la ciudad no es solo trama de relaciones espaciales donde cualquier punto puede construir sentido. La ciudad es también una experiencia temporal. ¿Pero por qué nos referimos a temporalidad, y no meramente a tiempo? ¿Por qué hablamos de espacialidad, y no solamente de espacio? ¿Por qué no podemos pensar ambas dimensiones sino en relación? La ciudad, de hecho, es una experiencia espacio-temporal A eso nos referiremos en las líneas que siguen. La práctica que propondremos está signada por estas cuestiones.
Para abordar nuestra problematización de lo urbano, nos interesa qué tipo de relación es la que se da por obvia entre tiempo y espacio. Para la cultura espacial (y por ende proyectual) el punto de inicio es una realidad que supone al espacio dado como materia. Se parte de la idea de un espacio objetivo, medible, clasificable y estudiable. De la misma manera, se da por supuesto un tiempo que es medible y objetivo. Pero así como existe una duración subjetiva que cada uno de nosotros puede corroborar respecto de una extensión temporal cualquiera, existe un modo de vivir el espacio que es también singular y subjetivo.
El espacio como entorno físico y material, tiene una dimensión que es pasible de ser medida y estudiable, y por ende planificable. La espacialidad, en cambio, es el resultado del acto subjetivo de habitar y nominar el espacio. La espacialidad refiere a una constitución de sentido a partir del habitar que excede totalmente al espacio como mensurable y objetivo. Si consideramos un espacio cualquiera, por ejemplo, uno que mida tres metros por cuatro de largo y ancho y otros tres metros de altura, ese espacio será “objetivamente” igual aquí o en otro lugar del globo. Pero si a ese volumen lo denomino “aula”, abro un tipo de espacio que no será igual a ningún otro espacio similar en medidas, ni siquiera en funciones, pues aquello que se abre en el nombrar es la dimensión misma del habitar, tan singular como la cultura y sus prácticas.
Con el tiempo y la temporalidad sucede lo mismo. De hecho, la temporalidad es ese modo de habitar el tiempo que proviene de la vivencia propia. Pero así como en la perspectiva moderna el espacio era concebido como dado e inamovible, el tiempo, en esta perspectiva, se consideraba como aquello que va transcurriendo en un espacio dado como marco. Esta manera de ver las cosas, sin embargo, podría invertirse: ¿qué sucedería si consideráramos, por el contrario, que “hay” un tiempo (que sería la materia que constituye el sentido) y un espacio que transcurre en el tiempo? Este segundo modo de enunciar las cosas tiene mucho que ver con el enfoque que considera a la ciudad como una dinámica, como un devenir, mientras que el primero  se vincula claramente con aquel que supone a la ciudad como agrupación de puntos prefigurada y jerarquizable en el sentido de construcción de una historia. A partir de estas razones, vamos a considerar de aquí en adelante que espacio y tiempo están mutuamente involucrados: el espacio-tiempo es el modo de despliegue de lo humano.
El autoengendramiento se está haciendo todo el tiempo: en nuestra perspectiva, la materia no es el espacio y sus objetos, sino la temporalidad. El objeto de la ciudad, entonces, es la temporalidad. Pero considerando el tema desde este ángulo, se nos hace necesario adentrarnos más en la idea de temporalidad, y para ello podemos hacer una diferenciación entre duración y temporalidad.
Vamos a denominar duración, tal como señala Bergson, a aquello del tiempo que puede ser medible, y denominaremos temporalidad a todas las dinámicas que, como tales, no pueden ser medibles sino interpretables o habitables. Este abordaje supone cuestionar esa línea de tiempo que había desplegado la Modernidad según un ideario de progreso: siempre mejor, siempre adelante. El sueño de la razón era la prosecución de la Historia hacia un futuro de mayor bienestar, es decir, un tiempo que avanza desde el pasado hacia el futuro, como una flecha ascendente. Nuestras sociedades occidentales también naturalizaron este sentido del tiempo: un tiempo que siempre avanza.
Podemos pensar que la espacialidad del tiempo es una manera de estar en el tiempo, y para eso podemos evocar una anécdota que relata el diálogo entre un antropólogo y un habitante del Amazonas en su recorrido en canoa por el río. A propósito del tiempo, el antropólogo le señalaba a su interlocutor que el futuro se situaba adelante porque es lo que está por venir, mientras que el pasado se hallaba a nuestras espaldas, porque contenía lo conocido. Asombrado, el habitante del Amazonas encontraba que, por el contrario, el pasado se sitúa adelante, ya que lo puedo ver –sé lo que sucedió–, mientras que el futuro está detrás, dado que no puedo verlo –va a suceder–. La ubicación espacial del tiempo (futuro hacia delante, pasado detrás) ya supone enormes y complejas operaciones de conceptualización. ¿O acaso Agustín, el primero en tematizar el tiempo desde un discurso introspectivo, no consideraba al futuro como viniendo hacia el alma y corriendo hacia el pasado?
            Distintas paradojas se activan si consideramos el tiempo. La propia idea de cronología queda en jaque. La cronología supone que hay diversos instantes, por ejemplo A, B y C, que transcurren “en orden”, “sucesivamente”. Ahora bien, ¿no era Borges, cuando consideraba a Kafka y sus precursores, quien señalaba que no habría precursores de no existir el mismo Kafka, es decir, de no estar primero el sucesor, que forja al precursor? ¿Y no observaba Deleuze que la repetición se constituye cuando el segundo estímulo resignifica al primero, dándole al primero carácter de primero y al segundo carácter de segundo?

Tiempo, ciudad, memoria[2]

El problema del tiempo, de la temporalidad y de la duración queda en evidencia si observamos cómo se despliega en lo urbano la dimensión de la memoria. Si la ciudad es la memoria (o, como se dice en algunos casos, la “contiene”, la “conserva”), si pensamos que esta última está condensada en puntos jerárquicos, monumentos, museos, archivos, etcétera, nos haremos una determinada idea de qué es esa memoria, y de qué es esa ciudad en función de su historia. En cambio, si pensamos que la ciudad es una suerte de enorme superficie de memoria donde se construye una trama de sentido a partir de las múltiples memorias, nos haremos una idea radicalmente distinta sobre qué es la memoria y qué es la historia de la ciudad y de la comunidad.
Según la primera consideración de la memoria, aquella que la encuentra nucleada en lugares específicos, esta memoria puede organizarse. Así procedió el modo histórico tradicional de construirla: mediante archivos, monumentos, museos, y una serie de marcas que se imprimen en la misma ciudad. La organización de la memoria da lugar a una determinada escritura de la Historia. Esa tarea fue una de las primeras que llevaron adelante los Estados-Nación modernos, en la necesidad de dotarse de elementos que permitieran una identificación comunitaria y una determinada soldadura en mundos de sentido asociados a “lo nacional”. La marcación de la ciudad tuvo así un lugar relevante en dicha constitución de sentidos, y por eso esas marcas, esas huellas, son las que comienzan a discutirse a lo largo del siglo XX junto con una problematización del sentido de la Historia con mayúsculas.
Decíamos que hay otro modo de considerar la memoria y la memoria urbana, y que esta segunda manera apela a la implicación en la trama de sentido de la ciudad, a la no jerarquización de experiencias de la Historia y a la no condensación en puntos específicos. Desde este horizonte la historia de la comunidad habla desde cada una de las piedras de la ciudad. Desde ya que esto también supone la existencia de marcas en la superficie de la urbe, las cuales no están regimentadas a partir de una posición jerárquica o central, sino que obedecen más bien al modelo de la inscripción colectiva. Y esa memoria urbana, colectiva, habla polifónicamente y sin discontinuidades, es pura potencia desplegada del cuerpo social que la va construyendo en su propia lengua.
Desde este último punto de vista, podemos afirmar que la memoria es la ciudad misma, y no una producción estatal, gubernamental, o institucional. La memoria es imprevisible, porque se amolda a lo vivo de la experiencia. Y no sería memoria si no tuviese conexión viva con esa experiencia que, desde el tiempo, todavía tiene la capacidad de inquietarnos. La ciudad no sería ciudad si fuera piedra estratificada, inmóvil, lugar de marcas y trazados abstractos. La ciudad no sería ciudad si no fuera ese devenir que incesantemente buscamos interpelar. Sucede que más allá de la estructura, la dinámica de la vida hace ciudad, porque el hombre es el ser viviente que sabe crear espacio-tiempo más allá de la literalidad del espacio, que sabe armar para moverse entre distintas capas de sentido. Esa es la razón por la cual postulamos “lo continuo” como relación constitutiva entre “vida-ciudad-mundo”.
Desde los múltiples tejidos de sentido, desde sus dinámicas y su perpetuo movimiento, nuestro campo, el campo del proyecto, participa en la construcción de mundo y en la articulación con las memorias: precisamente de lo que se trata es de volver la mirada hacia cómo se produce esa construcción.
Mencionábamos los modos que asume la memoria porque poníamos el énfasis en cómo se consideraba a la ciudad como contexto (descriptivo, o cargado de informaciones de índole histórica, etcétera). Pero hay además una experiencia espacio temporal que se asocia con las dinámicas de la vida en la ciudad, y que es propia de este modo de vida y de ningún otro. Y esa relación entre espacio y tiempo, que para cualquier moderno es obvia, se construyó a lo largo de siglos y supuso una nueva vivencia de lo urbano.

Tiempo y actualidad

            Quizás demos por sentado que el pasado ya ha transcurrido, está fijo y es inmutable. Sin embargo, para un historiador se trata de lo contrario: lo que cambia continuamente es el pasado. Basta con observar las sucesivas líneas interpretativas en la historiografía para constatar que si existe algo sobre lo que no hay acuerdo es el pasado mismo. Quizás lo que suceda, y este es otro tema en el que debemos detenernos, es que el tiempo, para la experiencia humana, es totalmente heterogéneo, más allá de que tenga una dimensión de apariencia homogénea y que por lo tanto sea medible.
            Quizás la imagen más potente que podemos utilizar para referirnos a la relación espacio-tiempo en el sentido en que la planteamos es la que nos ofrece Paolo Virno. En El recuerdo del presente, Virno no elige la sucesión pasado-presente-futuro como dinámica del tiempo sino que postula la relación virtual-actual como constituyente de eso que denominamos realidad. El antecedente es Bergson, quien planteaba a propósito de la experiencia del déjà-vu que la existencia llamada “real” estaba duplicada, de algún modo, por otra existencia a la que denominaba “virtual”. Ahora bien, esta virtualidad actuaría a la manera de una imagen especular sobre cada instante, siendo entonces cada momento una instancia doble, con dos aspectos, uno actual y otro virtual, el primero que corresponde a una modalidad de lo real, y el segundo a una de lo posible. 
De hecho, la operación de inmanencia más asible es la operación de actualización: así la heterogeneidad del tiempo, como propone Virno, se pone de manifiesto de modo paradigmático en la experiencia ya mencionada del déjà-vu. Éste es para Virno la representación del tiempo histórico en una concepción de tiempo inexplicable desde la tríada pasado-presente-futuro. Por eso es fundamental la tensión virtual-actual: toda experiencia temporal es para Virno una actualización de una virtualidad, y también de una espacialidad. A esta actualización permanente es a lo que denominamos “lo continuo”, o autoengendramiento.
            Una forma de la actualización de lo virtual sería esa relación que se expresa a cada instante entre vida-mundo-ciudad, de modo tal que podemos retomar esta idea considerando la vivencia espacio-temporal de la urbe. La experiencia urbana puede ser vista como una actualización temporal, como una virtualidad que se actualiza en permanencia. Tomemos como ejemplo la oposición conocida, en algunos espacios urbanos, entre “ciudad vieja” y “ciudad nueva”: no habría tales ciudades que se suceden una a otra, sino múltiples ciudades, de distintas dataciones, todas ellas contemporáneas y actualizadas a través de las miradas, de la experiencia vital.
Así, las miradas sobre la ciudad son de actualización. Unen diferentes puntos de virtualidad que no refieren a una única actualización, ni a un conjunto de miradas preestablecidas y ya discontinuadas. En esto radica el interés que tenemos por volver al tema del dispositivo, y por plantear desde allí una serie de ejercicios que son, a su vez, actualizaciones de esa virtualidad infinita. En esas actualizaciones se despliegan modos de mirar que intentan no ser puntos fijos ni confirmaciones de saberes previos; más bien aspiran a conformar dispositivos que nos provean de imágenes inéditas en el sentido de nuevas configuraciones de lo mismo.
            Esas miradas van a apelar a lo que Virno, retomando a Marx, denominaba general intellect. En Marx, esta expresión refería a un saber científico, a un tipo de conocimiento patrimonio de una época. Ese general intellect eran abstracciones sobre lo existente que determinaban lo existente. Por eso nuestro autor enfatiza que el general intellect “es el estadio en el cual las abstracciones mentales son inmediatamente, de por sí, abstracciones reales”[3], desde el momento en que son lugares comunes del pensamiento que tienen directa conexión con lo existente. En la actualidad el general intellect se hace presente como comunicación y autorreflexión, pero en sí mismo no es un conjunto de conocimientos obtenido de forma colectiva sino una capacidad de pensar, una facultad, tal como la llama Virno, propia de la especie, más allá de su realización. El general intellect, entonces, es parte del conocimiento social, y forma en gran medida esa idea de composición con el mundo que luego hace cada individuo singular, componiéndose con ese continuo y con la vida que se va haciendo ciudad.
            La ciudad es una dinámica propia, causa de sí que se hace a sí misma con sus propias potencias. Percibir a la ciudad no desde las dinámicas sino desde la forma exterior suscita el riesgo de que el diseño sirva únicamente para disciplinar las formas de vida que la componen.
Por ello elegimos una teoría de la ciudad como continuo, donde aquello que en tantas oportunidades fuera leído como violencia pueda leerse ahora como la afirmación de cuerpos que componen bajo designios diversos. La dinámica de lo real se encuentra constituida por la causa sui; ontológicamente, es de carácter relacional. Nosotros somos parte de ese proceso, no observadores o actores externos, pero también podemos ser causa del mismo: creando afectos, estéticas, lenguajes, nuestra acción sería de actualización de una virtualidad, y no de planificación, ni prefiguración, ni disciplinamiento, de modo tal de abrirnos un espacio propio de pensamiento en tensión con otras fuerzas.

Una práctica

Comenzamos a imaginar una práctica con toda esta ambición teórica tratando de experimentar dispositivos que nos ofrezcan otros modos de construir saber, modos de composición con el mundo.
Sabemos que el modo de saber dominante mira a la ciudad de manera descriptiva y enumerativa, y por eso debemos encontrar los medios para que otras imágenes puedan aparecer. Comenzamos entonces a experimentar con modos operativos, diseñamos procedimientos que se constituyen en una especie de “máquina para mirar”, una máquina que provea de esas imágenes que la mirada preconfigurada suele ocultar.
El dispositivo que usamos orienta la mirada a dejarse afectar no solamente por aquello que está jerarquizado como trascendente en la ciudad, sino por todo lo que la mirada orientada pueda descubrir, por qué no inventar, es decir, el espacio-tiempo y los objetos que lo conforman en su estado de inmanencia.
Si la ciudad es vista en su dinámica espacio-temporal, la ejercitación deberá presentarse bajo la forma de distintos relatos posibles sobre ella misma, muchos relatos, relatos incluso superpuestos unos con otros, ya que la experiencia urbana es precisamente el entramado de múltiples relatos entrelazados en recorridos que la van constituyendo. Relatos de realidad material que van construyendo contexto, distintos contextos.
Además, el dispositivo deberá dejar de lado la posición del saber y el no saber, y plantear problemas, hipótesis frente a los cuales debamos -todos– volver a pensar, descubrir, inventar; deberá aspirar además a producir una composición con el mundo como el nadador con el agua.


Veamos algunos ejemplos:
Si tomamos un tramo de una calle, una avenida, un área o simplemente un recorrido en la ciudad y pedimos un relato compuesto por imágenes, dibujos o fotografías, es muy probable que lo que recibamos como primera respuesta sea un relato que vea al espacio urbano que se está observando, con una mirada prefigurada, jerárquica. ¿A qué llamamos mirada prefigurada? Nos referimos a que ese relato estará compuesto por las imágenes ya  cargadas previamente de sentido. Los monumentos, los edificios representativos, los puntos esenciales en el recorrido, plazas, esquinas, usos habituales, etc. No negamos la importancia de este relato, simplemente lo consideramos uno más, y además pensamos que invisibiliza otros infinitos relatos posibles, que aunque no visibles, están presentes y actuando en la construcción de mundo que estamos tratando de hacer.
Además insistimos en que lo que llamamos contexto y su complejidad, es un entramado, una maraña compuesta de múltiples relatos superpuestos y que solamente son perceptibles si podemos atravesar la mirada prefigurada. Si podemos inducir a otras miradas intencionadamente dirigidas a verlos, si podemos suspender la mirada automática. Porque que no se vean automáticamente, no quiere decir que no estén ni estén actuando.
Por eso aspiramos a construir puntos de vista que incluyan esas distintas miradas, que serán personales pero que se trabarán con otras tantas con el objetivo de construir entre todas ellas la mirada más complejizada posible de lo que llamamos contexto en nuestro campo, la construcción de mundo, mundo material .
Los trabajos que presentamos intentan dar cuenta de los procedimientos enunciados y del lugar de enunciación que asumimos como cátedra.

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[1] Spinoza, Ética, VVEE.
[2] Pablo Sztulwark, Ficciones de lo habitar, “Ciudadmemoria”, op. cit.
[3] Paolo Virno, Gramática de la Multitud, Madrid, Traficantes de Sueños, 2003. 


* El presente texto es el cap. V de Componerse con el mundo. Modos de pensamiento proyectual, de Pablo Sztulwark (Sociedad Central de Arquitectos, 2015)