Cultura y neutralidad política // Horacio Gonzalez


El tema de la neutralidad del Estado es siempre un debate inconcluso y necesario. Abundan los razonamientos clásicos sobre qué cosa sería el máximo de esa neutralidad (por ejemplo, el Estado como realización absoluta de todo el componente moral de la sociedad) tal como lo formuló la filosofía alemana anterior a Marx. La contraparte es conocida: las ideas de extinción progresiva del Estado a medida que la sociedad se reconocería en la propiedad colectiva, al tiempo que recobrase su autonomía productiva. Esta última utopía correspondía a la particular mixtura que se produjo a comienzos del siglo XX entre los legados anarquistas y la conocida intervención leninista en la teoría del Estado.

Paradójicamente, el macrismo (que tiene la peculiaridad de no poseer teoría alguna, sino un desnutrido “mejorismo”, “estar cada día un poco mejor”) posee un alto grado de acatamiento a uno de los resultados más ostensibles de la globalización, que a su vez es la máxima abstracción lograda por el capitalismo financiero como forma extrema del control social a través de un tipo específico de consumo de imágenes. Siendo una especie de Kropotkin al revés, su proclamado liberalismo republicano muy pronto se ha convertido en una máquina de poderes imprecisos que los ha succionado, sin texto ni oratoria, adosándolos exclusivamente a un mecanismo de control crudo y puro.

Son los pictogrifos salidos de un laboratorio que degusta modos de vaciamiento ideológico ante viejos conceptos que no se privan de usar (“república”), pero ya sorbidos por el falaz concepto de “equipo”, deshabitados ambos de cualquier otro sentido que no sea el decisionismo tecnocrático-empresarial, como bien lo ha expresado Alejandro Kaufman. No manejan ellos esas máquinas ni son los dueños de esos laboratorios, aunque creen tener una clase especial de dominio que para los arribistas exitosos consiste en echar gente del empleo público y justificar este “lavado del Estado” con los alcances genéricos de un “esencialismo general” aplicado a las instituciones, donde todo funcionario público es un “ñoqui” y los reprimidos se explican porque pertenecen a “la vieja política”. (No se recuerda que nadie antes haya ensayado una justificación tan necia.)

La abstracción gubernamental se extiende a la generalización punitiva y a la inversión del signo de las acciones (a la institución antilavado de dinero van los especialistas en dinero lavado de los grandes bancos, y la acción genérica de lavar se transforma en un modo de pensar, en una “epistemología”). Estamos ante la adoración de una idea perteneciente al gracejo popular, “ñoqui”, proveniente de los años 80 y del habitual desdén que surge de los monopolios comunicacionales hacia las deficiencias históricas del Estado real, pero al que no le admiten ninguna de sus acciones necesarias. Por eso, el macrismo es el Estado en grado de pureza, un Estado mimético con la entera razón instrumental que emana del engranaje financiero global.

Un Estado decisionista, pero sin capacidad de pensar. Este decisionismo es casi una fisiología transferencial, pues grabado en su inconsciente tiene la formidable cesión de ingresos al de todas maneras insaciable sector sojero, una cancillería al servicio de los tenedores de deuda externa, el servilismo tecnológico a la fusión de las grandes tecnologías mediáticas fuera de toda ley, y la innecesaria conversión en problemas de folletín televisivo o de índole escabrosa de temas como el narcotráfico, que primero es una relación social atravesada por las mismas formas de reproducción financiera que les da vida a ellos, con fuerte capacidad de cooptación del complejo policial-penitenciario, “gerenciando” desde hace décadas las cuotas tradicionales de ilegalidad que subyacen en toda vida colectiva. Todo acatamiento al tráfico de soja sin cortapisas no está en condiciones de atacar la grave cuestión del narcotráfico. El macrismo sale del cuño interno de los sectores más insaciables de la acumulación rentística, sea la mercancía que sea. Abiertas las esclusas, los insaciables siempre harán saber que cada vez son más insaciables.

Desconociendo esto, lanzan conceptos acuñados sobre moralinas imprecisas sin reconocer los intrincados fenómenos de mercado, entre ellos el del referido narcotráfico, que posee las mismas lógicas que ellos fomentan y exaltan. En tal sentido, tienen la misma ignorancia sobre los oscuros alcances del narcotráfico que sobre las implicancias de haber cedido de manera inconsulta partes sustanciales de la ley de medios o derogado la Afsca. Intuyen, apenas, que su existencia está limitada en ser una patronal que a su vez tributa a otra patronal más elevada.

Van de querer impedir la construcción de una represa a la micropolítica del “ñoqui”. El macrismo, carente de cualquier noción sobre la historia y las fuerzas sociales, aumenta la dosis espectral que permite demonizar al “ñoqui” como entelequia general y lo convierte en un arquetipo platónico que señala condenatoriamente al conjunto del Estado al que hacen objeto de una sustracción de su complejidad social. Originario del precario pensamiento del alto ejecutivo de empresas (“CEO”: otro “arquetipo platónico”), el concepto de “ñoqui” se contrapone al de “equipo”, forjando una dicotomía tan ingenua como devastadora del pensamiento político.

Fantasmagóricamente, reproducen el pensamiento alojado en muletillas que aun destellan radioactividad desde la vida eterna: civilización y barbarie, esto es, equipo contra ñoquis. Cualquier falla en el esquema provendría de “pistas deliberadamente falsas”, seguramente originadas en la “pesada herencia”.

Equipo es una palabra que pierde su inocencia, cotidianidad e indefinido uso diario. Ahora es un concepto de alcurnia: evoca la idea de civilización, racionalidad, organigrama, gente sonriente alrededor de una mesa tomando decisiones exactas, nada lejanas de la represión, pero también “gente” en una calle cualquiera alrededor de una figura política que mira hacia el costado y que encubre sus privilegios actuando como un descamisado más que pregunta distraídamente donde está la parada del colectivo: es el jefe. Disimulación que es una forma vil del Estado. El jefe está implícitamente diseñado como “uno más” en la marcha compulsiva hacia la racionalización del Estado. Equipo versus ñoquis es la arquitectura utópica del macrismo, el arte justificatorio máximo con el cual quieren lanzar miles de empleados a la calle, escribir decretos de urgencia (la “urgencia” es otras de las formas virtuosas que sabe entender el “equipo”), reprimir con balas de goma a los manifestantes, y escudar en “secretos de investigación” los absurdos percances de una persecución a tres presos, uno de los cuales fue un factor principal en el triunfo electoral de quienes ahora se quejan de los que siembran indicios imaginarios.

Si la palabra “ñoqui” logró ser imantada de una desdichada serie de estigmas, ¿por qué no dirigir contra ella la fervorosa racionalidad de una bala que deja tatuados los imprescindibles códices de la Razón en esas espaldas infames? Sería la justicia del Focus Group contra las formas humanas culpables, grabando en los cuerpos la nueva Ley, como en la colonia penitenciaria de Kafka. Nada mejor que usar pistolas lanzagases bajo “protocolos de procedimiento normativo”. Algunos de nuestros republicanos especializados en articulación de derechos están preocupados. Ruegan que el protocolo no se propase. Parecen comprender ya el peligro de que en nombre del derecho a la circulación urbana se obture el derecho al conflicto, el mismo que los presbíteros del republicanismo de compás y tiralíneas solían incluir entre sus dispensas y tolerancias. El Metrobús no es solo una comodidad, es también una ideología.

Lo cierto es que este republicanismo quiso ser etéreo pero deja huellas a veces sórdidas. Sus artefactos de agresión callejera producen disparos letárgicos que inmovilizan el cuerpo, municiones que hieren y no matan (suprema condescendencia “humanista republicana” de los represores) pues la represión a la goma es una elástica necesidad interna y tautológica de la Modernización a balín. Entendemos por racionalización varias dimensiones de la nunca declarada ideología macrista. La neutralidad de las instituciones, la “normalidad” de los tratos entre países, la posibilidad de diluir la decisión política en explicaciones y credenciales de tipo “técnico”. Fuera de cualquier orden valorativo y de interés particularista, el “equipo” es lo que se reúne científicamente alrededor de un mapa buscando prófugos que fueron utilizados en operaciones de alto nivel por los mismos que ahora ridiculizan la impericia persecutoria del “equipo”.

La idea de neutralidad del Estado, en primer lugar, lo imagina limpio de adherencias del pasado, sin importar que esas novedades vengan con los apellidos que han corcoveado ya largamente en la historia nacional, y en segundo lugar obedece a uno de los grandes equívocos de la hora, pues se eleva a la condición de universalidad un segmento culturalmente específico de la sociedad que por escasa diferencia electoral resultó triunfante. Su fuerza real fue el éxito de una parcialidad que construyeron mágicamente para su rápida transformación en razón general trans-ideológica. El pluralismo que invocan tiene dos grandes deficiencias. Una, teórica. Pues el que lo enuncia siempre queda afuera de él, pues es un dictaminador exterior a la proliferación que él mismo ordena. Es el jefe decisionista arropado en la quimérica figura del ciudadano cuyo único interés es prepararles el chocolate a sus niños. Y lo plural suele terminar construyendo esa parcialidad que se arroga la universalidad de un neutralismo que los reviste a ellos mismos para encubrir su particularidad extremista y sectaria. Y la otra deficiencia es práctica. Hay un “derecho republicano” que puede excluir del pluralismo a los bárbaros ñoquizados, pues, por el solo hecho de serlo, no tendrían lugar dentro de aquello que “no comprenden”.

Esto les permite ejercer un dictamen gnoseológico drástico sobre supuestas ideologías facciosas, aquella anterior “politización” del Estado, y el conocido singularismo militante que caracterizó el período que transcurrió, no en todos los casos pero en una medida muy reconocible, en el interior de instituciones sociales de gobierno.

Mucho habrá que seguir conversando sobre esto, pues es un tema de debate el modo en que se encararon en el kirchnerismo las formas politizantes sobre la institucionalidad pública. Pero, ante esta visión militante de ciertas porciones del Estado, no es preferible ahora el nuevo estilo de (falsa) marcha sonámbula de la neutralización política, ese Estado como pseudo máquina productora de transparencia. Por eso, esta singularidad triunfante, lejana a cualquier interpretación más o menos flexible del pluralismo, no hace más que invocarlo con una pobre fruición de facciosos conquistadores, a la busca de conversos. En vez de pluralismo, lo que hay es –como ha señalado ya Jorge Alemán– un fanático reverdecimiento del estado de excepción, recubierto fingidamente de preocupación por la cultura plural y la “multiplicidad de voces”. Se verá la imposibilidad de que cumplan con esta utopía, reverso onírico de las enclenques pesadillas del jefe que en su pensamiento sumario solo percibe que “antes estaba todo podrido”.

Lógicamente, no es poco lo que hay para decir respecto a cómo juzgó el gobierno kirchnerista esta misma cuestión, en cierto modo con inesperada ingenuidad, pues cultivó una extrema exigencia para colocar sobre escenas institucionales variadas banderas con su nombre, aun en los casos donde era notoriamente preferible que los grandes símbolos quedaran en reposo. Pero, nuevamente, es preferible esta ansiedad nominativa al ilusorio estadio en que un grupo político, financiero y empresarial de la globalización, concluye que no necesita nombrarse a sí mismo, porque ya se siente mimetizado en la naturaleza (en la floresta de los jardines del Capital) y su presunta asepsia quiere darle “racionalización tecnológica de nueva derecha” a lo que en el fondo es producto de una derecha sustancialmente anacrónica y abusiva.

El macrismo tiene una aparente ausencia de nombre, desearía ser previsible como un autómata y expulsar el azar de la historia. Su actitud neutralizadora, más allá del daño social que provoca, es una pretensión cercana al totalitarismo. Estar en todo, estar en la lengua y las imágenes supuestamente neutras, es propio de la dictatorial transparencia de la vida globalizada. Esto es servido por el ejercicio de un vasto simulacro. Interpretan como una fusión natural en la “neutralidad” a sus específicas torsiones particularistas y a sus manifiestos intereses económicos.


Provienen de viejas y nuevas castas económicas, que subsumen toda idea política en un protocolo bancario y financiero. Es un “management” con el que querrían, como reducidores de reliquias, avasallar con insípidas palabras a los viejos blasones de una historia. Los funcionarios del actual gobierno encargados de justificar el desmantelamiento de la institución pública alegan que había una confusión entre partido, medios públicos de comunicación y Estado. El tema, dijimos, está abierto a la discusión. Pero, aunque hubiera sido así de fácil, suena candoroso al lado de los actuales poderes totalistas que solicitan y sostienen al gobierno, donde siquiera existe esa confusión, pues la fusión completa de los poderes de excepción (comunicacionales, políticos, financieros y tecnológicos) es su único y engañoso programa conocido, que, aunque no declarado, es inherente a lo que no pueden dejar de hacer. La época los ha tragado. ¿No señala todo esto la visible inmanencia de los intereses crasos que representan, esa neutralidad estallada bajo un brutal inmediatismo que hace décadas no veíamos?