Desde el carrito del súper // Verónica Gago
El acto multitudinario frente
a los tribunales de Comodoro Py marca una diferencia desde el cambio de
gobierno en diciembre, en la medida que desde entonces casi todo el sistema
político cogobierna en función de un programa de ajuste y de reinserción financiera
sin un mínimo de autonomía. De aquí viene la eficacia de la vuelta de Cristina
Fernández de Kirchner a la escena pública: pone en juego una diferencia que es
a la vez retórica y de agenda. Y lo hace sin ponerse ella como víctima e
interpelando la historia argentina en términos estrictamente políticos y
militantes. Sin embargo, la plusvalía afectiva que se puede sacar de la
convocatoria tiene sus límites si sirve para reponer la ilusión de una
jefatura. En particular porque ese “entusiasmo” (¡una de las palabras más
disputadas de nuestra época!) impide, una y otra vez, asumir la derrota como un
modo realista de las fuerzas. Ella dice tener “algunas ideas” que básicamente
llaman a la auto-organización (“cada quien es su dirigente”) frente a la
descomposición veloz del Frente para la Victoria. La orden de la
auto-organización es un oxímoron. De todos modos, no deja de exhibir un llamado
desesperado frente a la vía judicial y mediática de comandar el pasaje de un
gobierno progresista neoliberal frente a un neoliberalismo puro y duro que
dista mucho de ser el de los años 90. El agite afectivo esconde, una vez más,
la posibilidad de hacerse cargo de lo que el triunfo macrista tiene de base en
las políticas de los últimos años. Y también de los afectos de los “muchos” que
no coinciden con los nuestros.
En sus inicios, el
kirchnerismo se caracterizó por extraer un tipo de plusvalía política de los
movimientos sociales: fue un modo de construir una legitimidad cuando el
sistema de partidos estaba en crisis. El paso siguiente fue difuminar una
teoría política que se quería realista y que básicamente envolvía una teoría
del mando. Podría resumirse así: “a los movimientos no les da para gobernar”.
Ese razonamiento no impidió que se los convirtiera en estructuras para la
gobernabilidad de los territorios y que eso implicara “bajar” un esquema de la
obediencia como modo “astuto” de construcción. Ese funcionamiento trasciende al
kichnerismo y hoy está disponible: como astucia de la gobernabilidad, la
mediación de las organizaciones sociales es parte del know-how de
cualquiera que pretenda hacer política en los territorios. Y eso explica en
buena medida que hoy, frente al aumento brutal de precios y a los despidos en
sector público y privado, los territorios no “estallen”. Se trata, claro está,
de territorios cada vez más complejos y violentos. Podríamos mejor decir: ya
estallados hace rato. Pero estallados hacia dentro: implosión de la violencia
entre bandas y al interior de los hogares como violencia doméstica.
Son clave las palabras sobre
las cuales la cuestión judicial, mediática y política se juega: dólar futuro,
finanzas, rutas de dinero, economías ilegales. Todo eso está directamente
vinculado con el carrito del supermercado, la imagen sobre la que se construyó
el discurso de ayer de CFK. La capacidad de inclusión por medio del consumo que
se logró en los años pasados es lo que llama Cristina a defender. Esa política
tuvo sus límites evidentes (endeudamiento generalizado, explotación financiera,
desmantelamiento de infraestructura urbana-popular, desproblematización del
modelo rentístico-extractivo) y los tendrá si es el único plano de
interpelación política: sobre todo, porque las finanzas (legales-ilegales)
pueden hacerse cargo, de modo popular y prolongado, de continuar la inclusión
por nuevas vías.
Fuente: Emergente