La futbolera // Natalia Caprini
Algunas cosas son de no creer. Llego
de la calle, de andar todo el día de aquí para allá, de llegar tarde a todos
lados, de que la editora no entienda que no quiero la tapa de mi libro de color
marrón-caca, de que el auto se pare todo el tiempo -especialmente en medio de
las avenidas- y para peor de males, famélica, con hambre de loba feroz. Tengo
un estado curioso que ondula entre una desesperación última y final, y por otro
lado una especie de estado de gracia, cercano a las alucinaciones del LSD.
Dejo los petates, agarro, en un acto
instintivo, cualquier cosa de la heladera (una zanahoria, un racimo de uvas,
una porción de tarta de ayer) y la voy comiendo mientras camino a encender la
computadora. En el trayecto lo veo a Toro,
o a un despojo que dejaron las aves carroñeras tirado en el sillón y que
se parece bastante a Toro. Nos saludamos como es rigor en una pareja un jueves
de fines de marzo, entre el hastío propio de la existencia y el alivio de que
el otro esté allí, como si fuera una garantía de continuidad de las leyes que
mueven el universo.
Me tiro en el sillón, Toro en un
gesto mecánico y cariñoso abre un brazo y me abraza sin dejar de mirar la tele,
muy interesado, como si le estuvieran develando las grandes verdades de la
vida. Pero no... no se trata de Carl Sagan ni de Carlos Sacaán sino de unos
chabones muy porteños, alguno que se dio una biaba y está más morocho que su
sombra, varios gordos, uno con aspecto de cool que sorprende verlo allí y no en
un programa de cable hablando de su amor por la literatura surrealista, y oh
sorpresa, una rubia infernal, con una mini que deja ver más que la hoja de
parra de Eva y unas gambas que le llegan hasta el cuello. Lo raro no es ver una
mina de esas características en un programa de esas características: vale
recordar a las secretarias de Galán, de Sofovich, de Repetto; se puede decir
que la tele a sido muy generosa en desplegar la pelotudez femenina o mejor
dicho, en darnos fértiles modelos de lo pelotudas que las minas tenemos que
ser. El caso es que la mina, que está parada como una parte del decorado
mientras sonríe a los huevones que dicen boludeces, en un momento se planta,
interrumpe al mono teñido de negro (que no sabe que la pifió y que se parece
más a mi tía Berta que al malevo que quiere emular) y mirándolo le espeta: “
Pero por favor... Martínez nos tiene acostumbrados a esos cambios tácticos” y
luego, mirándolos a todos “empezó con un 4-3-2 contra Gimnasia, pasó a un 7-9-5
contra Upites Unidos y terminó con un 7-7-3 contra Ojetes Anónimos”, y yo
estupefacta como si estuviera frente a una manifestación de la virgencita de
Itatí, Toro asintiendo con gesto cómplice y los huevones desgañitándose para
exponer no sé qué pelotudez. Me quedo mirando con los ojos fijos, casi sin
pestañar para ver si la mina hablaba de nuevo, porque bien podría haber sido
que en mi estado de confusión mental hubiera tenido una alucinación y que la
mina simplemente estuviera sonriendo mientras muestra a cámara un paquete de
alfajores. Pero no, al rato la mina se planta otra vez y discute acerca de no
sé qué de los isquiotibiales de un tal Ruperti, luego se explaya sobre que
Rosario Central fue a buscar los tres puntos y se llevó uno, y remata con un
chiste, que hace que todos rían, acerca de algo que no entiendo pero que tiene
que ver con códigos de vestuario. Un poco atontada lo miro a Toro y le
pregunto:- ¿y esa mina?- y él, sin sacar la vista de la tele me dice que la
mina sabe mucho, que entiende de fútbol más que muchos hombres, que le puede discutir
a cualquiera, y yo lo miro y entiendo que está enamorado, que por fin se
juntaron en un solo ser las dos cosas que más ama y anhela en este mundo: un
par de tetas y un amigo. Yo, que soy lenta de entendederas y tardo una
eternidad en salir de la impresión inicial, me angustio y digo alguna clásica
boludez de mina celosa como “es un gato”, o “seguro que se garcha al productor”
o “tiene las gomas re-operadas”, pero algo en mi taradez esencial me hace
seguir viendo el programa que ahora muestra algunas jugadas del último partido
deteniendo la imagen y marcando con circulitos incomprensibles las
peculiaridades de la defensa de Banfield. Me pongo a competir con la mina y
trato de hacer algún comentario inteligente, pero tengo pocos elementos y sólo
consigo que Toro rebata mis escuálidos argumentos con el mismo tono con el que
hablan todos los huevones y la huevona incluida. Por fin el programa termina y
la tensión que sostenía la existencia de Toro se va diluyendo, prende un porro
y mientras fumamos, como si fuese parte de un acuerdo implícito me agarra de la
cintura y me acerca a su pija que se empieza a hinchar y así, medio de espaldas
giro la cabeza y lo empiezo a chuponear como si viniésemos en una larga
franela, con chupones muy húmedos que hacen que la mina, los huevones, el
fútbol, la forra de la editora y todo lo demás empiece felizmente a esfumarse
como si fueran tontas ilusiones que se posan sobre lo que verdaderamente
importa, lo que verdaderamente existe. Mientras nos chuponeamos con un anhelo infinito
y nuestras lenguas se van poniendo más gordas y todo se vuelve más acuático,
llevo la mano hacia atrás y le agarro la pija a través del pantalón y Toro se
ríe de felicidad como un perrito y su mano derecha se va deslizando por mi
cadera hasta llegar a mi pelvis, levanta mi vestidito floreado que más bien es
un solero, corre la parte de abajo de mi bombacha para descubrir -él y yo- que
estoy empapada y mi concha se va
hinchando cada vez más, mis labios, el clítoris, el culo, y mientras nuestras
caderas empiezan a moverse como si se hubieran liberado de una larga modorra.
Le bajo como puedo, con una torpeza infantil el cierre del pantalón y pasando
la mano por adentro del calzón le agarro la pija primero y después los huevos y
Toro empieza a bufar como un búfalo y la mandíbula se la cae un poco y se le
adelanta dándole la impronta de un orangután mirando la selva incomprensible
desde lo alto de su árbol. Toro se
agarra la pija y yo siento cómo con ese gesto su pija se hincha hasta el sumun
y empieza a frotarla en mis labios y en mi clítoris y creo que empiezo a hacer
un sonido como un ulular, pero no estoy segura, no sé de donde sale ese sonido
como de sirenas o de olas del mar que se expanden cuando Toro empieza a meterme
la pija despacio en la concha, yo tiro la cabeza para atrás y él entiende sin
palabras y me agarra el pelo y me tira suave pero firmemente produciendo un
espasmo en mi cerebro que parece ponerse a bailar junto con la concha,
conectados en una convulsión celestial. Me la mete lento, muy lento y siento
cómo su pija, que está a punto de explotar me va abriendo milímetro a milímetro
por adentro como si me fuera derritiendo, y sin darme cuenta, al mismo tiempo
se me cae la mandíbula y voy abriendo la boca como si me fuera ahuecando por
arriba y por abajo. Me la mete toda, entera y se queda quieto, la pija latiendo
en su quietud y mi concha abrazándola - titilando como si estuviera llena de
estrellitas- y empezando de a poco a succionar en un pulso que me estremece
hasta la médula del alma, los dos quietos, con la respiración contenida como si
el mundo estuviera suspendido, como si todo -los autos, los colectivos, el
viento, el girar del planeta- se hubiera detenido hasta nuevo aviso, y mi
concha es lo único en el universo que se mueve succionándole la pija en un
pulsar que se expande cada vez más, llevándonos de a poco a mover las caderas y
sentir un calor de volcán mientras entramos en un frenesí pagano. Toro me tiene
del pelo como si estuviera domando una potra salvaje, mi concha y mi cerebro
latiendo al unísono y con la otra mano, desde atrás, comienza a frotarme las tetas encendiendo mi corazón
en latidos que me superan y al mismo tiempo me asustan y me vuelan de placer,
haciéndome acabar produciendo sonidos agudos como el de las ardillas y
arrebatándolo a Toro que también acaba gritando como si hubiera metido un gol.
Caemos agotados en el sillón riéndonos con una risa bobalicona; nos quedamos
echados un rato y de a poco voy volviendo en mi, empiezo a pararme y siempre
con esa risa boba, me acomodo la bombacha, el vestidito y deambulo un poco sin
rumbo por la casa. Me siento en la escalera y mi cuerpo sigue convulsionado con
esa risita y me viene a la cabeza una canción que decía “el ojo que mira el
magma” y siento mi concha y mi útero con una calidez llena de paz.
Subo al primer piso y me meto en la
ducha caliente que termina de aflojarme los tornillos y mientras sigo cantando
el ojo que mira el magma como si fuera un arrullo, empiezo a pensar en las
brujas de Castaneda que decían que la concha y el útero eran los elementos más
sensibles del género humano, y que las mujeres, acusadas de brujería y no sé
cuantas cosas más, ya ni siquiera sabemos cómo se usa ese delicadísimo
instrumento de percepción. Decían también que durante la menstruación las
mujeres entramos en la máxima meditación y que antiguamente, mientras
duraba la regla, las mujeres eran
consideradas sabias y sagradas. Empiezo a pensar muchas cosas,
precipitadamente, como si las pensara todas juntas en una especie de pelota de
ideas y sensaciones que empieza a rebotar adentro mío. Vienen a mi mente las
publicidades de toallitas femeninas y pastillitas pelotudas para que “ni nos
demos cuenta de que estamos indispuestas”, y pienso “¿indispuestas?”, y pienso
en las charlas de mi mamá con mis tías en la quinta de moreno, esas charlas
susurradas e íntimas que yo adoraba. Y después me acuerdo de la pelotuda del
programa de fútbol y pienso que entonces nos quieren convencer de que la
igualdad entre el hombre y la mujer, tan en boga en estos tiempos, es que las
minas podamos hablar de fútbol y aprender a decir las mismas pelotudeces que
dicen los tipos, con los mismos guiños y los mismos gestos, a hablar unos
encima de otros, a hacer los mismos chistes pelotudos como si se tratase de la
gran cosa. Y me acuerdo de los celos que sentí cuando la vi con su cara rubia y
su lomazo infernal y me empiezo a reír a carcajadas de lo boluda que puedo
llegar a ser y entonces me siento en la bañadera, bajo la ducha y el vapor y en
un instante impreciso dejo de reírme y empiezo a llorar, a llorar con todo el
cuerpo como hacía mucho tiempo no lloraba.
Y en eso entra Toro, que viene a
hacer pis, o a lavarse los dientes, o vaya uno a saber a que viene, y cuando me
ve acurrucada bajo la ducha llorando como una magdalena se acerca, se mete así
como está con el pantalón, las medias y la remera bajo la ducha y me abraza con
los brazos y con todo su cuerpo y me habla con un amor infinito y me pregunta
qué me pasa, porqué lloro así, y yo empiezo a tratar de explicarle, busco
ordenar la maroma de ideas y emociones que me mueven como una marea, que el
hombre, que la mujer, que la historia, que el ojo que mira el magma, y pronto
me doy cuenta que no puedo articular el lenguaje, no puedo decir nada, y
sintiendo su cuerpo de oso que me abraza y me contiene como a la cosa más
delicada y más preciada del mundo levanto la cabeza, lo miro con un amor eterno
y le digo…- nada mi amor, tuve un día muy largo-.