La profesora // Entrevista a Josefina Ludmer // Verónica Gago


Influencia clave para leer la literatura latinoamericana, maestra de los “cortes” como procedimiento de lectura, guía de los míticos seminarios que juntaron en la facultad de Letras, cuando recién despuntaba la democracia, a más de 700 personas que se acomodaban de cualquier forma en un aula con tal de escucharla; Josefina Ludmer, una de las críticas más importantes de este país, dice que la crítica literaria no existe más y que hasta la lectura desfallece. Ahora que se editan aquellos seminarios en forma de libro, la autora repasa su historia y su presente que también es futuro.
Ella abre la puerta y es ella y es otra. Josefina Ludmer, de pelo corto y más claro, la misma sonrisa de inconfundible sonido, los pómulos que se estiran y le achinan los ojos. Hace ya varios años que no da entrevistas. “Sólo lo hago cuando siento que tengo algo para decir”, confesará más tarde. Hubo una serie entre la publicación de su último libro Aquí América Latina (Eterna Cadencia) y la entrega del honoris causa de la Universidad de Buenos Aires en 2010. El año pasado, sin embargo, apareció en medio de una fiesta pública: fue celebrada en un acto multitudinario en la facultad de Filosofía y Letras, al cumplirse el 30 aniversario de los míticos “seminarios Ludmer”. Aquellos cursos fueron un antes y un después para quienes los transitaron. Un foco de experiencia, podría decirse. Ahora acaban de ser editados como libro (Paidos). Deberían leerse junto con la revista digital Grumo, donde se prolonga en un homenaje escrito lo que pasó en la calle Puan. Varixs de sus ex alumnxs pero también amigxs y colegas llenan de afectos y conceptos esa experiencia-Ludmer: la puesta en acción de una máquina de lectura a la vez económica y desmesurada, filosa y generosa, irreverente y prolífica.
Ahora está pensando alrededor de una máquina-trans. Aquí Josefina Ludmer.
La tarotista
Siendo una de las más reconocidas y prestigiosas críticas literarias, ella no duda en despojarse de ese nombre y pensarse a sí misma a través de la figura de la tarotista.
¿Te sigue sirviendo esa imagen?
–Sí, porque la tarotista lee las cartas y los textos se leen como se leen cartas. Es una imagen que no sólo me sigue sirviendo sino que ¡yo he ido durante años a tarotistas y adivinos! Me gustan cómo leen, cómo te leen, sin conocerte. Íbamos mucho con Manuel Puig. Él siempre tenía dónde ir, él organizaba e íbamos juntos. Pero esas cosas también se terminan.
Ludmer parece no temerle a los “cortes”. Cosas que se cierran. Frases contundentes: “Eso no va más”, “eso ya no sirve”, escanden como bisturí la locuacidad de sus análisis. Esa sensibilidad para lo que se mueve se convierte en procedimientos: Una interpretación (sobre García Márquez). Un tratado (sobre la patria a través de la gauchesca). Un manual (sobre el cuerpo del delito). Una especulación (sobre América latina como territorio de la lengua). Subtítulos de sus libros desde los años 70 hasta ahora que singularizan una forma material tras otra de la operación de lectura.
“Lo importante es cómo cortar. Yo puedo hablar por mi vejez, por mi persistencia en el tiempo (risas). Tengo la impresión, vista desde mi intimidad, que empecé muy chica: a los veinte años ya estaba tratando de agitar. Además, la Argentina de los 60 era eso. Todo el mundo agitaba. La gente no se quedaba en su casa especulando como ahora. Todo era público. Pensar el tiempo es el problema de cualquier textualización: cómo cortar, con qué criterios. La cosa más burda es por décadas y yo no lo haría hoy. Otro corte puede ser por acontecimientos privados tuyos: la salida de cada uno de mis libros es, desde mi perspectiva, un corte”.
¿Qué viene después de la crítica?
–La crítica literaria no existe más para mí. Porque la crítica clásica depende de un autor o una obra o un momento. Y yo no quiero escribir así, limitada por un autor, por una obra o por una época. Quiero algo mucho más libre que me permita algún tipo de acción, una repercusión más externa al campo en todo sentido. Es lo que llamo pasaje de la crítica al activismo cultural.
¿Qué entendés por activismo cultural?
–El activismo cultural usa elementos conceptuales. Para mí es una perspectiva trans. Porque el activismo en el que pienso es el que borra los cotos cerrados que arman esferas de autonomía: la económico, lo político, lo cultural, etc. Me refiero a ese tipo de autonomía entre campos o esferas que lo que hace es cerrar, poner fronteras entre una cosa y otra. Lo que digo tiende a borrar esto y a operar por otro tipo de discriminaciones conceptuales. Lo trans es una especie de estar adentro y estar afuera, estar en el límite y estar en los dos lados, pero también borrar esa diferencia.
Esto refiere a una cuestión de espacio, pero vos siempre cruzás ese vector con un criterio de temporalización, ¿verdad?
–Sí. Lo trans refiere una periodización que podemos llamar no dialéctica, que era la que en general dejaba atrás lo malo porque venía lo bueno. Yo me refiero, en cambio, a una temporalidad de lo post: es lo que viene después pero que incluye lo anterior. No supera ni borra, sino que incluye los tiempos anteriores, agrega.
¿Qué te permite ver esta perspectiva?
–Me parece que esto permite marcar dos conceptos que están en la realidad y en el sentido. Esos dos conceptos son precariedad y ambivalencia. La precariedad implica que todo cambia, que nada dura. O sea que el flujo del sentido y de las cosas es provisorio. La ambivalencia quiere decir que todo lo podés leer de un lado o del otro. De nuevo, que el sentido no es ni bien ni mal, sino algo más mezclado. Yo pongo esa precariedad y esa ambivalencia como centro del sentido y me ubico en un puro presente, sin futuro. O dicho de otra manera: el futuro es presente. No hay horizonte, no hay utopía, no hay algo mejor adelante. Porque el futuro va a seguir siendo el presente.
¿Esta sería la temporalidad que asume el activismo del que hablás?
–Sí, porque el pasado también está presente y persiste con los cambios. Es lo que yo llamo en sincro: todo está presente, todos los tiempos están a la vez, permanecen. Y eso porque los binarismos, el mundo bipolar, cayó. Una vez que esas divisiones no existen, todos los tiempos coexisten. A la vez, esto implica que la diferencia entre realidad y ficción también cae. Ya no podés decir “estoy leyendo ficción”. Estás leyendo ficción y realidad al mismo tiempo. Veo el cambio como agregado de cosas, no como abandono de lo anterior. Me interesa el cambio en el régimen de realidad. A la literatura yo ya no la veo como ficción, la veo como construcción de realidad.
Las literaturas post-autónomas, como vos les llamaste…
–Significa que todo lo podés leer como literatura. Cualquier cosa: una noticia, un acontecimiento cotidiano…, haces literatura con cualquier cosa. Y cambian lxs escritorxs también, que hoy aparecen como personajes mediáticos. El/la escritor que no se mediatiza deja de existir, si no aparece en la televisión o un medio no es conocido. Por momentos parece que la mirada es del autor a la obra y antes era al revés.
La viajera
En sus seminarios en la Facultad de Ciencias Sociales, ya en los 2000, insistía en la palabra corpus. Era su manera de incitar a un análisis materialista. En esos momentos, ella escribía sobre su corpus-América Latina, donde el continente aparece como un montaje de materiales bien disímiles. Mientras leíamos novelas de Diamela Eltit y Héctor Abad Faciolince, ella hablaba de las empresas telefónicas que explotan la lengua, de la importancia de la discusión sobre imperio e imperialismo, y de la necesidad de una lectura de la crisis y de los territorios que emergían en el inicio del siglo. De la nación a la lengua, siguiendo el camino del dinero, de las remesas migrantes a las inversiones de las multinacionales: ese corpus latinoamericano se proponía como un vector de movimiento. Mejor: de desplazamiento.
¿Por qué tu persistencia sobre América latina?
–Porque para mí siempre fue fundamental salir del encierro de Argentina y marcar América latina como lugar de la lectura: cómo leer desde acá. Ya desde los 60 todo el mundo se dedicaba a Argentina y era muy estrecho porque no se sabía qué pasaba en Uruguay, por ejemplo; ¡no se conocía a Onetti! Pero de eso me dí cuenta en Estados Unidos. Porque de allá se ve América latina, no ves cada país. Y acá, aun hoy, todo sigue siendo muy ombliguista. Yo postulé una apertura hacia lo que llamé el territorio de la lengua que es como llamo a América latina.
¿Tiene que ver con tu posición de viaje entonces?
–Yo dí algunas clases en Estados Unidos, estaba en Yale, pero la verdad es que nunca me gustó porque me sentía extranjera y esa es una sensación terrible. Hay gente a la que le gusta porque disfruta estar en un limbo o en una situación extraña. A mí me gusta estar en el centro y ahí no podía, siempre me corrían (risas). Creo que la posición de viajera no se da por viajar sino por si te encontras con gente distinta o no, sea en otros lados o aquí mismo. Podés viajar y ver más o menos siempre la misma gente y te puede pasar lo mismo estando acá.
Tu viaje al feminismo está en un texto que circuló mucho pero que es sólo uno, ¿verdad? Me refiero al artículo sobre Sor Juana, Las tretas del débil.
–Ese texto fue escrito por encargo. Respondiendo a una invitación. Pensá que yo me formo antes de la movida feminista. Sólo después aparecen todo lo que podemos llamar las identidades parciales y a mí me parecían que borraban lo específico de la tarea de lectura. ¿Necesariamente tenés que leer diferente por ser hombre, mujer, gay?
¿Te parece que hay un riesgo de que lo parcial devenga guetto?
–Sí, exacto. Es distinto a lo trans de lo que hablábamos.
Pero sí hay un registro fuerte del cuerpo en tu modo de trabajo.
–El cuerpo fue una moda porque era entendido en un momento como lo material mismo. Lo incorporé pero lo que me sigue interesando es cómo pensar materialmente. No irse por las ramas. No espiritualizar.
Algo de ese modo-de-lectura-Ludmer tiene un momento clave en los grupos que ella hizo en su casa durante la dictadura, una práctica conocida como “universidad de las catacumbas” y que es justo el entre de una secuencia que empieza en la “universidad montonera” (1973) y despunta con sus seminarios masivos en Puan (1984 hasta principio de los 90).
¿De esa secuencia surge tu modo de leer?
–Yo lo fui armando sobre la marcha. Cuando empezaba un curso no tenía todo pensado. Eso era lo bueno. Aprendes y vas reformulando en función de la respuesta de la gente. Yo aprendí ahí. Yo le debo tanto a la gente como ella dice que me debe a mí porque sola no hubiese llegado a armar un modo de leer. Yo veía cómo leía la gente, qué observaba, y eso me orientaba. Los grupos que hacíamos en mi casa fue una experiencia increíble. Primero porque era un espacio de desahogo. Mi casa quedaba a metros de lo que era una de las oficinas de inteligencia (Callao y Viamonte) y cortaban la calle de noche. El muchacho que estaba de guardia veía llegar a las chicas y decía “Ustedes son las que van a la casa de la profesora, ¿no? Pasen”. Me veían como una profesora particular. Nunca tuvimos problema. Iban saliendo de a poco, nunca todos juntos. Pero ahí sentíamos que con las fotocopias de esos libros prohibidos podíamos leer y hablar.
¿Traías cosas de tus viajes que se leían ahí?
–Sí, yo iba seguido a Estados Unidos, a visitar a mi hermano psicoanalista, y traía cosas de allá. Desde Estados Unidos se accede más rápido a Europa. Salía un libro en Francia y a los dos meses lo estábamos leyendo acá. Había otra gente también haciendo grupos y se decía que la única situación comparable de eso que se llamó “universidad de las catacumbas” era Polonia. Y por supuesto se hablaba de política todo el tiempo, todo era politizado. Ahí está la clave: un modo de leer es una política.
En ese momento Ludmer preparaba su libro sobre la gauchesca. Incluso le dedicó uno de sus cursos “en la mesa” (la referencia material a la mesa de su casa donde se celebraban los cursos), como verdadera cocina de los conceptos.
¿Hay una obsesión por el método en tu trabajo?
–Sí. Y es que eso viene de los 60, cuando reinaba un teoricismo y un metodologismo absoluto. ¡No había nada espontáneo en los 60! Pero son más bien modos que métodos. Yo lo teorizaba sobre la figura del crítico: ¿dónde te ponías para leer? ¿En la universidad, en la calle, en tu casa? ¿Qué leías y desde dónde leías? ¿Qué se lee en la literatura? Esas eran las preguntas fundamentales.
Y esas preguntas continuaron…
–Las hicimos también en la universidad, donde las clases eran masivas a pesar de que se llamaba seminario. La primera vez que entré eran 700 personas. Estaban en el piso, sentadas en las ventanas, impresionante. Era la gente que había pasado la dictadura y que sentía volver a la universidad como una liberación, una apertura total. Después los que hicieron el trabajo fueron veinte, por supuesto.
La agitadora
Ludmer está convencida que a la salida de cada libro le sigue un duelo, que dura casi un año: “es ese tiempo en el que sentís que no podés hacer nada nuevo, que estás perdida, que no sabés por dónde agarrar hasta que empezás a tirar de algún hilito y andas mirando sobre todo alrededor, ubicándote en las conversaciones de la época”.
¿Qué estás trabajando ahora?
–Se me ocurrió una cosa autobiográfica; pero no una autobiografía, sino escenas autobiográficas. Por ejemplo narro cuando estoy en una clase de David Viñas, él se agita, va de un lado a otro. Narro cuando mi papá me llevaba de la mano a una biblioteca popular que él dirigía y yo corro por esas paredes llenas de bibliotecas, con mosaicos grandes. No es una autobiografía de adulta, sino de infancia, de adolescencia y culmina con quien yo llamo mi maestro, con Viñas, ahí se cierra. Pero aun no se si está publicable.
¿Por la escritura?
–A mí me gusta la escritura seca, sin barroquismo, sin adornos. Y creo que le falta una vuelta de tuerca para que quede más económica. Yo corrijo borrando, por eliminación, busco ceñirme a algo.
Mientras, ¿qué leés?
–Ahora estoy leyendo basura. O sea, voy a la librería del barrio y los libreros me dicen que ya me llevé todo. A veces intento cambiar los libros, pero a pesar de que no es una biblioteca, me cambian. Yo leo para no aburrirme. En el intervalo de la tarde de 4 a 8 leo y consumo de modo brutal. La literatura hoy no es experimental. Antes lo era porque había más gente que escribía. Hoy todo es más chiquito. Además se lee cada vez menos y se lee más por la ficción que por la literatura misma: se lee porque interesa el cuentito y no una lengua diferente, un tipo del tratamiento del sentido diferente. Lo que me interesa es ver de qué se habla.
¿Y de qué se habla?
–Todo es autobiográfico aun si se habla de una tercera persona. Pero es un modo de la autobiografía que muestra que no hay manera de recabar otras experiencias. Veo que es un encierro sobre sí, de cada quien en sus propias casas. Y se cuenta eso. No hay épica, no hay aventura, no hay movimiento. Puro sujeto e intimidad.
Es una cosa distinta a la que vos teorizaste uniendo dos palabras: intimidadpública
–Claro, porque eso es trabajar lo íntimo como público. Es otra cosa. En tanto persona pública –por ejemplo trabajo en un canal o en un diario- muestro mi intimidad laboral, sin ningún tipo de represión, incluso sexual.
Un modo distinto a la clave psicoanalítica también…
–En un momento el psicoanálisis me interesó mucho como modo de lectura, junto con la lingüística. Pero en otro momento me dejó de interesar incluso como experiencia personal. Sobre todo porque se trata de algo que es sólo de dos, encerrados en una casa e incluso con secreto médico. Demasiado intimista.
Salgamos. Volvamos a la cuestión del activismo…
–Y sí, porque el activismo es como que abre la puerta y deja entrar todo. Yo tengo fantasías de tener un grupo e ir, por ejemplo, a la salida de un cine y hacer lecturas colectivas de las películas o criticar en la puerta de la facultad las bibliografías ocultas. Son mis fantasías. Yo me siento capaz de cualquier cosa porque estoy de vuelta y no me importa nada.
¿Producir escenas de agitación?
Sí. ¡Agit-prop!