Lo Arácnido: Cuatro hilos para un campo de experimentación // Sebastián Puente


Voy a empezar autoflagelándome un poco.

Entre los profesores de la Facultad de letras donde yo estudiaba, no todos eran intelectuales. Un buen número no parecía sufrir de exceso de inteligencia, lejos de eso. Pero algunos habían escrito obras algo notorias. De hecho, ante mis ojos, no se distinguían mucho entre sí. Lo que decían, el contenido de sus discursos, era verdaderamente secundario respecto del hecho de que hablaban todos desde el mismo sitio que se llamaba tarima. Topos. Ahora bien, ese lugar no está limpio, no porque no se haga la limpieza, sino en el sentido de que todos eran como pájaros sobre la misma rama. Ahora bien, la rama importa mucho más de lo que uno cree cuando uno mismo es un pájaro. Y la escalada de las convicciones opuestas importa poco en comparación con ese topos, es decir, desde dónde se habla adquiere prioridad sobre el “eso de lo que” uno habla (p. 175). 

De modo que, ya ven, soy otro pajarito en la rama, mi posición es un poco... ¿cómo decirlo?... de mierda. Un lugar de enunciación jodido, una tarima: presentar un libro. ¿Cómo no reventar un libro desde esta posición? Y Lo Arácnido es una tela de araña, la escritura misma es arácnida, para mi esto muy importante, ya vamos a ver. Y una tela de araña se convierte en una línea solamente cuando la destrozamos, le pasamos la mano, o el plumero, ¿vieron? De modo que hacer una línea argumentativa (introducción, problema, hipótesis principales, argumentos, por ejemplo) sería catastrófico para la araña.

Para evitar la línea, mi idea es entonces continuar el trabajo de la araña, colgar el texto de una constelación de problemas que están en nuestra “tela de araña renga”. Así describíamos el catálogo de Cactus, incluso antes de habernos cruzado con Deligny. Arrojar el texto al centro de nuestra tela de araña, y entonces convertirlos a ustedes en arañas también: cae el libro al centro de la tela, y ustedes están al acecho, con una patita sobre los hilos, sintiendo las vibraciones, a ver qué presa pueden sacar de acá. En lugar de escuchar, tienen que oír, o advertir la vibración de la tela: el hombre-que somos ya no puede oír, dice Deligny, escucha. Y lo que escucha es su propio pensamiento.    

Pero la catástrofe es en un punto inevitable porque algunos, o muchos, no leyeron el libro, no saben ni de qué va, si es un tratado de zoología o qué, de modo que vamos a hacerle una concesión al plumero, es decir al hombre-que-somos, diría Deligny, que destruye lo arácnido (y Lo Arácnido, en este caso). Es una concesión que le hacemos a la incomunicación general que nos caracteriza. Me pongo en la tarima, catástrofe total, reviento el texto. Hagámoslo rápido para que no duela. El plumero dice así: 

Deligny es el responsable de una red de acogida de niños autistas, al momento de escribir esto, ya hace 15 años. El argumento del texto es que hay un modo de ser humano, de la especie, caracterizado por: vagar, ver, advertir, trazar, actuar (que no es hacer), todos infinitivos no conjugables, que permanecen infinitivos, y tramar redes de todo tipo. Ese modo de ser humano ha sido ahogado, aplastado desde hace siglos, por lo que Deligny llama el hombre-que-somos, la figura humana hecha a base de: lenguaje, sexo, hacer como, mirar, querer, perorar, proyectar. Pero persiste, persiste por todas partes, y más cuando los acontecimientos históricos se vuelven intolerables: redes de disidentes, redes de acogida, redes de espionaje, pequeñas redes de compinches. Todas estas redes de individuos. Pero también están las redes que trazan las manos del arte aborigen, las redes que dibujan los trayectos de los niños autistas cuando vagan, “líneas de errancia”, las redes del trazar de los niños. Como ven, el asunto desborda en mucho al autismo. Lo que llamamos “autismo” condensa, en todo caso, lo que pasa con ese modo de ser humano cuando se encuentra en el universo, en el mundo del hombre-que somos.  

Pasada la catástrofe, acojamos el libro en nuestra tela.  

Primer hilo
Leo:

Dicho esto, algunos de nosotros puede estar inconsciente, aunque más no fuera por haber recibido un golpe en la jeta, lo cual no quiere decir que sea el inconsciente en persona.

Lo mismo para el autista, que no es el autismo en persona, si se admite que si el inconsciente ha adquirido derecho de ciudadanía, podría ser que haya que considerar el aspecto autista del ser humano de una manera completamente distinta a la habitual, a saber: decir que alguien lo sería. (p. 212).

Después habla de su experiencia en la guerra:

(…) estaba bastante claro que teníamos un porcentaje alto de chances de ser asesinados por los aviones que bombardeaban y ametrallaban a los convoyes; estábamos apresados en una gran trampa; en esa situación, el humor de unos y otros era más bien alegre y despreocupado; si considero mi talante, que me parece que era bastante compartido con muchos otros, siendo que todo proyecto me escapaba completamente, vivir devenía un infinitivo, siendo el infinitivo un modo de ser autista, y adquiriendo entonces lo fortuito la importancia que puede tener para los niños que viven ahí, fuera de todo querer, aunque sólo se tratara, por lo que les concierne, del de hacer signo (…) ¿Equivale esto a decir que éramos autistas? Decir de un hombre que es inconsciente no quita que lo inconsciente sea algo completamente distinto al estado permanente o pasajero de un hombre. Puede decirse que hay niños autistas; puede decirse también que hay niños estúpidos, lo cual no agota lo que puede ser de la estupidez que concierne a todos y cada uno. Si uno encara el autismo como un fallo del querer, librado el individuo de la obligación y viviendo según un modo de ser inocente del Ser, no es para nada seguro que el autismo esté reservado para aquellos que parecen serlo. (p. 213-214). 

Una cosa es el autista, otra cosa es el autismo, que es un modo de ser humano. Una persona puede estar inconciente, pero el estado de una persona no agota lo inconciente. Lo mismo para el autista, que no agota lo autista, y lo mismo para el niño estúpido, que no agota la estupidez que nos pertenece a todos. 

Acá hay, creo, un primer hilo: negarse a las atribuciones subjetivas, personales, individuales. O siendo más precisos: separar el problema de las distribuciones y atribuciones subjetivas del problema de modos de ser que son impersonales, y que ni siquiera están llamados o destinados a constituir sujetos, y menos aún sujetos determinados, de tal o cual tipo. El trabajo con autistas se convierte en una investigación sobre lo autista.

En el Anti-Edipo hay un movimiento similar: una cosa es el esquizofrénico encerrado, al que se le atribuye la esquizofrenia, pero la esquizofrenia es un proceso universal.  

Y Carlos Bergliaffa, en Producción Bornoroni, decía: la locura de Roberto -el “paciente”, digamos, aunque era bastante impaciente y bastante más activo que cualquiera de nosotros- no era SUYA. Que había locura, había. Que fuera SUYA, personal, es más dudoso. Un tipo que cree que su ser depende de dar pruebas a través del sacrificio, resistiendo las tentaciones. ¿Quién no es ese tipo? Un tipo que piensa a su cuerpo como una máquina, motor, reactor. ¿Qué hay de SUYO en esto? Somos cualquiera de nosotros, desde Descartes. Con Carlos no le llamábamos modo de ser humano, le llamábamos líneas de fuerza. No son individuales, ni personales, pero tampoco sociales, son las fuerzas que mueven y combinan elementos y componentes micropersonales, microinstitucionales, etc.

Segundo hilo

Dice:

Voy a tomar un ejemplo que no puede ser más simplista: un patito está provisto, de manera innata, de un nadar latente. Si no tiene agua en las inmediaciones, nadar no tiene lugar -topos- y permanece nulo y no advenido. Y lo que me parece, es que así sucede con esos actuar comunes que, aunque reiterados, son por iniciativa, puesto que no se trata en ellos de hacer como, actuar(es) que, sin topos, no tienen lugar. A propósito del pibe un poco retrasado, es más fácil pensar: “¿Pero qué es lo que le falta, qué es lo que le ha faltado? -que sería, por ejemplo, del orden del amor-, que preguntarse: “¿Pero qué es lo que ALLÍ [Y] falta, ahí, ahora?”, siendo ALLÍ [Y] el carácter que conviene para evocar ese agua de la que hablaba en el topos del patito. (p. 170).

Y otra sobre el patito:

Para ser más simplista todavía, si reparar-actuar son infinitivos primordiales, son comparables a lo que ocurre con nadar para el patito.
Si no hay agua, ese nadar ahí no aflora en lo manifiesto, a falta de lo indispensable, y el patito aparece tal como es, poco dotado para correr y picotear el suelo.

Esto para decir que los infinitivos primordiales sólo tienen lugar, como suele decirse, si el lugar -topos- lo permite. (p. 248). 

Tenemos un patito poco dotado, literalmente un patito infradotado. Y otra, más espeluznante:

¿Pero por qué preocuparse tanto por lo arácnido, si se hace solo?

Justamente, no; suban una araña a una placa de vidrio, quizás le advengan conatos de tejer, pero en el vacío, pues la placa de vidrio es el vacío, simplemente porque no hay soporte posible, y los gestos de la aragne, obstinadamente reiterados, esos mismos que permitirían tejer, se convierten en otros tantos espasmos que preludian la agonía de lo arácnido.

O sea, tenemos la araña repitiendo gestos, estereotipias en el vacío. Tenemos el patito idiota y la araña autista.  

Deligny habla mucho del “lugar”, hay ahí un asunto central. Pero cuando lo menciona conceptualmente dice topos. Quizás porque “lugar” parece todavía referir a un espacio, y aquí no se trata tanto del espacio mismo, sino de las cualidades del agua, de las cualidades del vidrio que se componen o no con el modo de ser patito o el modo de ser araña. Lo que importa no es tal o cual lugar determinado (hospital sí, hospital no, familia sí, familia, no), si no las cualidades de la situación en relación con los modos de ser.

La persona que vemos, el sujeto, el individuo, es el resultante de esa relación. Si ponen lo autista -modo de ser- en una situación cargada de proyectos, de haceres, de signos, de libertades y derechos, tienen lo que llamamos una persona “autista”. El Anti-Edipo decía, si mal no recuerdo: el esquizofrénico inmovilizado, fijado, girando sobre sí mismo es un producto del encierro, no es la esquizofrenia. Y En Producción Bornoroni también aparece esta maraña tan difícil de desentramar. Lo que uno se encuentra es un tipo fijado en el problema de su nombre propio, de que se le reconozca que es tal o cual y que es hijo de tal o cual. En torno de eso, otras cosas que parecen subordinadas: delirios tecnológicos, políticos, religiosos. ¿Pero no era la fijación en el nombre un resultado de la relación de esas líneas de fuerza con la situación, y entonces lo que parece subordinado es lo central?

En todo caso, la idea de asilo, de acogida, adquiere un lindo matiz: dar acogida, dar asilo, no a individuos o personas, sino a modos de ser, y no en tal o cual espacio, sino en las cualidades de la situación. Es otra idea que da vueltas en Cactus, ya desde el Prólogo de Cine I. Decíamos que el valor ético de una filosofía es un asunto habitacional: afectarnos de potencia para inventar espacios habitables.

Doble investigación, entonces: sobre los modos de ser -hilo 1-, sobre las cualidades de situación relevantes para esos modos de ser: puede ser el tratamiento policial, moral, médico, pero puede ser simplemente la sobrecarga del hacer, o el lenguaje, o la axiomática capitalista. Hay que ver en cada caso. Y ambas están ligadas porque “tener lugar” tiene un doble sentido, que incluye también “suceder”, “acontecer”: si los modos de ser no tienen lugar, entonces no tienen lugar, o sea no acontecen. Como el nadar del patito. No vamos a tener esos modos de ser antes de la situación que les da lugar. Eso obliga a experimentar.     

Tercer hilo

Para que los modos de ser tengan lugar de ser, acogida, hace falta abrir un campo de experimentación. Que también es un tema recurrente. Yo creo que Deleuze le llama “plano de composición” cuando habla de Spinoza, y con Guattari “cuerpo sin órganos”. Podemos llamarle como quieran, no importa: un terreno, una zona, un plano, una brecha... de experimentación. Lo importante es no creer que se experimenta sobre un sujeto, ni que experimenta un sujeto. A un sujeto se lo condiciona, se lo reacondiciona en todo caso, se le ponen otras o nuevas determinaciones. Visto desde el lado de los sujetos que somos, experimentar está fuera del alcance, no se puede experimentar. Lo que se puede es abrir, crear, fabricar, incluso planificar un campo de experimentación.  Un campo de experimentación sería una zona de indeterminación. Esto es lo que hace incluso cualquier científico que haría un “experimento”. El tipo no hace una experimentación, sino que genera las condiciones para una zona de indeterminación, una zona en la que sucederán cosas que él no puede hacer, ni manejar, ni prever. Todos los cálculos minuciosos están hechos para bloquear ciertos condicionamientos y que entonces sucedan otras cosas.

Las áreas de residencia que describe Deligny son zonas de experimentación.

Si se tramaba tal red, se trataba de atrapar ¿qué? Se trataba de utilizar las ocasiones, y además el azar, es decir las ocasiones que todavía no existían, pero que iban a devenir ocasiones por el uso que hiciéramos de la “cosa” encontrada.

Una pesca semejante, que crea cosas donde no hay nada, necesita una red, de la cual sorprendería que su esquema se genere al azar. En realidad, azar es una palabra completamente inexplorada y que se utiliza simplemente para delimitar nuestra perplejidad. (p. 23).

Lo cual no quiere decir hacer cualquier cosa. No tiene nada que ver con la libertad, que además es siempre libertad de hacer. Por el contrario, Deligny pone mucho énfasis en el costumbrismo, en la rutina, que permite evitar el temor y la angustia de los pibes. La rutina es lo que les permite errar. Son áreas dispuestas, entre otras cosas, para la errancia. Deligny habla hasta de la importancia de las piedras en las áreas de residencia, que refractan el hacer y el proyecto pensado, y obligan al rodeo, obligan a errar a los que no son autistas.

Siendo red, es pedazo en el espacio, minúscula parcela de la corteza terrestre. ¿No hemos recortado esta parcela, no la hemos sacado del resto de la corteza?

Hay que mirarla más de cerca.

Ha sucedido que el área de residencia fuera como mantenida por piedras, puestas como otras tantas  derivas en el costumbrero, más no fuera para ayudarnos a tener en cuenta su presencia aunque no marcaran nada, aunque esas piedras no eran mojones sino que parecían señalar el límite entre dos modos de ser, el nuestro y el de los niños. Esas piedras nos ayudaban a actuar nosotros mismos esos rodeos sin los cuales los trayectos necesarios en el curso del hacer seguían siendo los nuestros y casi no ofrecían atractivo para pibes que parecían mirarnos desde más allá de nuestro mundo cubierto de intenciones. Y llegamos a separar esta parcela de corteza -terrestre- haciéndola sufrir una modificación de tamaño; se trataba de los mapas donde se veían, trazados, el conjunto de nuestros trayectos acostumbrados y, sobre ese fondo, las líneas de errancia, trazos de los trayectos de los niños y sobre todo de aquellos cuyos proyectos se nos escapaban. (p. 100-101)

Y se ve que este azar tampoco tiene nada que ver con desentenderse de lo que sucede. Al revés, hay que estar al acecho, como la araña, viendo qué se pesca. De allí la práctica de dibujar las líneas, las famosas líneas de errancia, sin saber bien para qué, práctica de acecho.    

Cuarto hilo

Hay una amoralidad constante en el tratamiento de los temas que hace Deligny. Y principalmente respecto de la codificación por excelencia de la moral: el lenguaje de los derechos y las libertades.

Dicho esto, si digo, de la misma manera, que los trayectos cuyo trazo puede inscribirse en red, no han sido queridos, el lector comienza a mirarme de reojo. Si hablo así de los trayectos de los niños autistas, corro el riesgo de ser acusado de negarles el privilegio del proyecto pensado. 

Siempre hay, en algún lugar uno sabe dónde, una Corte Suprema que vela por los derechos; donde se ve en cierto modo el reverso del derecho; si, so pretexto de querer, y “autistas” como son, tienen derecho al proyecto pensado, basta con que no tengan la práctica adquirida del proyecto pensado para que los abrume con ese derecho y los condene a una semejabilidad -una identidad- tanto más pesada por cuanto que es ficticia. Desde luego que tienen derecho al nivel superior; ¿pero qué pueden hacer con ese derecho, sino vivir el desasosiego de divagar, que literalmente quiere decir: abandonar el camino? 

¿De qué camino se trata? Del camino del proyecto pensado. (p. 39)

Amoralidad del tratamiento, pero amoralidad de “lo tratado”.

Había una vez una red -que fue mi modo de ser durante algunos años- injertada sobre una red mucho más vasta y difusa bajo la insignia de los albergues juveniles. La red de la cual yo era -con otros- aragne, acogía adolescentes más o menos gravemente “psicóticos” y delincuentes reincidentes (…). Algunos de los adolescentes, y los más refractarios, fueron de muy buena gana -y a pesar de nosotros, cuando nos advirtieron de sus intenciones- a enrolarse por cinco años en la Legión extranjera, como si la densidad misma de esta formación tuviera una fuerza de atracción más grande que la red difusa de los albergues.

Yo estaba un poco vacunado contra la sorpresa desde que en 1943, cuando se había abierto una brecha en un asilo psiquiátrico, algunos de los pibes que se estaban haciendo grandes fueron directamente a hacerse incorporar a las Waffen SS. Mi memoria está repleta de hechos similares.

Lo cual se señala para indicar simplemente que la red no es una solución, sino un fenómeno constante, una necesidad vital. (p. 35-36).

Y la amoralidad no es un capricho de gente bien pensante. Me parece que hay una estrategia, una estrategia en dos frentes, o que tiene dos caras. La primera es más obvia que la segunda. Y la segunda, además, tiene un sabor especial para mí porque me permite avanzar en un par de cosas que he charlado varias veces con Carlos, que no resolvimos, que han quedado medio ahí a la espera... Como el rincón espera a la araña, dice Deligny: si la araña busca bien, puede decirse que el rincón la esperaba.   

La primera es fácil: el problema de la moral es que pone en la situación componentes que impiden el paso, la llegada, la composición de las líneas de fuerza, o los modos de ser. Impide toda apertura, toda experimentación, toda acogida. Deligny lo dice clarito: toda norma, todo derecho, supone el a priori de la semejabilidad. El derecho es derecho a que seamos iguales, a la semejanza.  Y la contracara de todo derecho es el deber, o sea la obligación de la semejabilización. Según se vaya más en un sentido que en otro, vamos de la filantropía a la policía. Y lo más común es que las dos cosas vayan juntas.

(…) de hecho, no arriesgábamos más que la aniquilación de nuestro proyecto que contravenía las normas, reglas y reglamentos en vigor; se trataba, para nosotros, de encontrar lo que asilo podía querer decir, de modo que teníamos que luchar en dos frentes; bastante numerosos eran los que se manifestaban a favor de la supresión del internamiento asilar; no estábamos de ningún modo facultados para acoger niños “anormales”; nuestra marcha no podía entonces ser más precaria, y no era sencillo discernir sobre qué quid pro quo descansaban las convicciones de nuestros defensores y adversarios, que por lo demás compartían la perspectiva de la norma hacia la cual era preciso que tiendan, aunque más no fuera virtualmente, los niños que se encontraban ahí. Ahora bien, nosotros estábamos en busca de un modo de ser que les permita existir, a riesgo de modificar el nuestro, y no tomábamos en cuenta las concepciones del hombre, cualesquiera sean, y en absoluto porque quisiéramos reemplazarlas por otra; poco nos importaba el hombre; estábamos en busca de una práctica que excluyera de entrada las interpretaciones que refirieran a un código; no tomábamos las maneras de ser de los niños como mensajes embrollados cifrados y a nosotros enviados. (p. 79).

La segunda me interesa más todavía, y acá no voy a citar a Deligny, porque en ningún momento “dice” algo parecido a esto. Pero para mí lo “hace” el libro entero. Cuando empezamos con Carlos a intercambiar algunos textitos en el proceso de escribir Producción Bornoroni, yo le preguntaba si frente a un loco se puede hacer algo más que tener una posición moral, filántropo o policía, o más bien ambas, si puede pasar otra cosa. Y le decía, un poco con Spinoza, que el asunto de las posiciones morales revelan o suponen un compuesto afectivo: miedo y piedad. Entonces la pregunta se volvía más jodida todavía, porque no es de posiciones teóricas: o ideológicas¿se puede sentir, estar afectado de otra cosa que no sea miedo o piedad frente a un loco, un autista, un patito infradotado o una araña autista? La cuestión es que para evitar la posición moral que sobrecarga la situación, que no da un lugar de ser, no basta con hacerse el listo, ser piola, invertir modelos o normas, darlas vuelta. Hay que modificar un compuesto afectivo, superar la piedad y el miedo. ¿Cómo superar la piedad y el miedo?

La única manera que se me ocurre, y que en Deligny me parece clarísima, es plegar el propio pensamiento al proceso de experimentación. Abrir también una zona de indeterminación en el pensamiento propio. Lo que permite componer un tercer individuo, aumentar la potencia, diría Spinoza, es enganchar el pensamiento al campo de experimentación, de modo que se indetermine: dejar de escuchar, y oír.

Ese dispositivo de enganche, planificado, minucioso, destinado bloquear las determinaciones del pensamiento, se llama escritura. La escritura es el dispositivo experimental que, si se lo engancha al campo de experimentación, indetermina el pensamiento. 

Por eso, creo, Deligny se dice poeta. Poeta y etólogo. Lo Arácnido no habla de las telas de araña, es una tela de araña, que se va tejiendo, tramando de un punto a otro, volviendo pasar, volviendo a salir: y esto no es joda, no es metafórico (de la red a la araña, a la red, a la guerra, al liceo, a la red, a lo innato, a las termitas o los castores, a la filosofía, a lo innato, a la araña, a los trazos de la mano, a la educación, a la guerra). Es la alianza de Deligny con el vagar, con la errancia, con los trazar, con el advertir, con el autismo, para indeterminar su propio pensamiento. Una escritura enganchada, a través de un dispositivo de escritura, al modo de ser autista.

Córdoba – 17 de marzo de 2016